Había pasado algún tiempo desde que nos vimos la última vez. Conocí a Paulo por un amigo común al que ambos ayudábamos, uno de esos tipos que creen saberlo todo y se meten en líos porque sí, evitando enfrentarse realmente a las situaciones y poniendo en peligro a más de uno. Así era nuestro común amigo Juan.
Paulo era homosexual, según me confesó a las pocas semanas de conocernos, y Juan, aun pareciendo el prototipo de macho también perdía aceite. Al principio me producía bastante morbo estar con ellos sin que Juan supiera que yo estaba al corriente de su idilio. He de admitir que el morbo se transformaba en excitación, si bien jamás le confesé a Paulo que muchas veces no había podido reprimir una erección impetuosa cuando me relataba algún encuentro, eso sí, sin detalles. A los pocos meses de conocernos ese extraño triángulo se deshizo por la premura con que Juan tuvo que marcharse por un oscuro asunto. Así que sin uno de nosotros todo se calmó.
Desde que conocí a Paulo comencé a interesarme por el sórdido ambiente de la homosexualidad encubierta en los baños públicos de Caracas. Como impulsado por un irrefrenable instinto de curiosidad fui un par de veces a los urinarios de la estación de autobuses donde se producían encuentros fugaces ante la vigilancia descuidada de los vigilantes de cada lugar. Paulo me relató algunos de esos contactos rápidos que le aliviaban la entrepierna aunque no era pródigo en detalles. Muy a mi pesar obviaba las escabrosidades pensando en que a un heterosexual declarado poco le importarían los devaneos sexuales de un maricón maduro como él. Lo que desconocía era que pocas veces me han interesado tanto las historias que me contaban como las de aquel cuarentón bigotudo de espesa pelambrera en el pecho y que nunca disimulaba una mirada para saborear con el pensamiento un cuerpo de hombre que se cruzara en la calle.
Ya no quedábamos asiduamente porque nuestros quehaceres respectivos nos lo impedían. Él solía coger el teléfono de vez en cuando y manteníamos conversaciones insulsas y largas de las que no recuerdo nada. Un día de verano me llamó para contarme algo sobre unas cartas que acababa de recibir en inglés. No estaba ocupado así que accedí a traducírselas. Dos horas más tarde llamaba a su timbre. Insistí varias veces hasta que, finalmente, me abrió. Me hizo pasar a la cocina donde habitualmente charlábamos, me sacó un zumo de la nevera y me dijo que acababa de llegar de la fábrica, que estaba cansado y que iba a darse una ducha. "Muy bien", le respondí. Mientras hojeaba una revista del supermercado de la esquina mi mente iba tras él, hacia la ducha. Con facilidad afluían a mi mente imágenes de hombres que conocía en actitudes que sólo podía inventar. Hombres de cierta edad que despertaban mi deseo en la calle, en los bares, en las tiendas; hombres fornidos, atractivos pero no siempre guapos. Hombres peludos, esa era la característica que adoraba y que poseía Paulo.
Oía el ruido del agua caer. Imaginaba cómo aquel cuerpo impúdico se movería bajo el profuso chorro caliente, irguiendo la nuca y adelantando la cabeza para que resbalara por la espina dorsal hasta abrirse paso entre sus glúteos velludos. Imaginaba sus manos buscando su pene, corto pero grueso, masajeando sus testículos y recorriendo su entrepierna. Al otro lado de la puerta mi lengua lamía mis dedos inventando un glande que se asomaba insaciable. Mi sexo ardía bajo el pantalón pugnando por salir cuando el ruido del agua cesó. Aterrado, volví a la cocina esperando disfrutar de unos minutos para relajarme y volver a la normalidad. Mi trasero estaba muy sudado y mis jadeos lentamente remitían como si de verdad hubiera disfrutado de sexo real. Pasaban los minutos y Paulo seguía ahí, sin salir. Sin duda, alguna buena razón podría explicar la tardanza pero no me resistía a verme en la coyuntura de tener que evitar ver algo que una parte de mí deseaba desesperadamente. Decidí hacer algo de café para mi amigo y obligarme a preguntarle si le apetecía. Le grité y me respondió inmediatamente, así que me puse manos a la obra. A los pocos instantes apareció por la puerta embozado en un albornoz blanco, grande, atado fuertemente, marcándole la prominente barriga. Con una tímida sonrisa me agradeció el detalle y se sentó.
Al hacerlo sus muslos quedaron algo descubiertos y pude ver su piel morena y apergaminada mientras mi respiración se agitaba. Por un momento pensé que Paulo lo había notado pero no lo tenía por una persona observadora, por tanto, me olvidé y continué sirviendo el café humeante en unas tazas de ceramica. Me senté frente a él y comenzamos a charlar recordando las andanzas de Juan y su gusto por las trifulcas callejeras que en más de una ocasión le habían llevado al Gobierno Civil, detenido. Su tono de voz denotaba crispación y añoranza. Le pregunté si mi intuición era acertada y asintió con un casi imperceptible gesto.
No era la primera vez que sentía un cariño especial por un ser sin complicaciones como él, pero de buen fondo. Paulo no era un gran conversador pero ardía en deseos de dejar su parco lenguaje a un lado y abandonarme a otros placeres. Era irresistible permanecer junto a él y saber que sin dudarlo aceptaría yacer conmigo en la cama, en el suelo, donde fuera. El correr de los minutos iba haciendo que el cinturón se aflojara y que comenzaran a asomarse el hirsuto y abundante vello de su pecho. Ya no sabía qué decir ni contestar, mi atención sólo se concentraba en aquello y mi guevo se erigía aplastándose contra mi bragueta, enhiesta como un mástil . Sin poder resistir más me levanté y fui al baño fingiendo unas irreprimibles ganas de orinar. Paulo me dejó pasar y al hacerlo su peluda entrepierna apareció ante mí sin obstáculo, haciendo inútiles mis esfuerzos por imaginar cómo sería en realidad: toda su naturaleza se mostraba tal cual era. Fueron dos segundos que provocaron una convulsión en todo mi cuerpo. Aunque mi eyaculación estaba a punto maldije mi falta de determinación para proponerle a aquel maricón curtido en mil batallas una más.
Abrí la puerta del baño, encendí la luz y volví la puerta. Me desabroché los pantalones y comencé a aliviarme, primero despacio y luego más deprisa. Entonces reparé en que la puerta no estaba cerrada, por lo que me volví para cerrarla cuando oí que venía. Me apresuré a empujarla pero otra fuerza se opuso a la mía. Sorprendido, contemplé a mi amigo, semidesnudo, ofreciéndome sus carnes y una erección descomunal. Su pene había despertado en apenas nada y me lo ofrecía. Sin pensar y mirándole a los ojos me arrodillé dispuesto a engullir ese pedazo de carne hasta la úvula, dispuesto a destrozarle el bálano a lametones, entregado a una tarea que tanto había soñado. Clavé mis rodillas en la cerámica del suelo, abrí mi boca y... En ese momento, Paulo dio media vuelta y se ató de nuevo el albornoz. Yo apenas podía creer aquello. ¿Qué ocurría? Tan solo tres palabras: "El timbre, rápido". Sin duda, su padre regresaba.
Paulo no vivía solo. Su padre y él hacía diecisiete años que compartían casa tras la muerte de su madre. Ante la inesperada llegada de don Paco los dos disimulamos. Yo apenas pude introducir de nuevo mi pene en el pantalón y Paulo disimulaba su erección colocando las manos a una altura adecuada. Después de saludarnos nos volvimos a la cocina y sentados a la mesa conversamos sobre algo sin interés que aumentaba mi apetito de sexo. Paulo me miraba y dejaba que las solapas del albornoz se abriesen.
Tomó una silla y se sentó frente a mi, mientras su padre lo hacía perpendicularmente a los dos. El mantel, de un pálido amarillo estampado, estaba frío pero extendí mis brazos de ralo vello hacia mi frustrado amante. Él, por su parte, hizo algo parecido aunque sólo yo iba a percibirlo: quitándose la zapatilla dirigió su pie hacia mi paquete rozándolo repetidas veces. Don Paco hablaba y hablaba pero yo sólo tenía oídos para un lenguaje mucho más sutil y placentero. Paulo no medía más allá de 1,70 así que no llegaba cómodamente a masajearme pero confieso que daba igual porque lo que no podía ejecutar físicamente lo hacía yo, despacio, despacio...
Su excitación era patente, tanto que ambos nos quejamos del calor de la cocina para que el rubor de nuestras mejillas fuera achacado a la alta temperatura ambiente y no a la volcánica sensación que llameaba en nuestras ingles. No sabía cuánto podría soportar aquello sin que sucediera lo inevitable. Podría correrme en aquella situación pero no me resignaba a aplazar para otro momento engullir aquel pene experto, cogedor de cientos de bocas en los baños de la estación de autobuses. Cuántos machos habrían caído en brazos de aquel rechoncho pero arrebatador operario de fábrica.
No estaba dispuesto a dejar que ocurriera estando su padre ahí delante, mientras su amado hijo daba gusto a mi guevo. Deseaba que se fuera y nos dejara solos pero la situación la pintaban dura y se acercaba el momento. Entonces Paulo dejó caer bajo la mesa su mechero y me pidió que lo cogiera puesto que había caído junto a mi silla. Su padre estaba torpe para agacharse y mi tórrido amigo lo sabía. Con cuidado me agaché y allí apareció su verga, más grande, si cabe, que antes. Atónito, fui testigo de cómo simultáneamente se masturbaba y hablaba sin que su padre lo advirtiera. Me pregunté si sería la primera vez que lo hacía así pero no podía mantener aquella situación. Fingí no haber encontrado todavía el mechero y extendí la mano para sentir la calidez de su miembro. Su líquido preseminal comenzaba a brotar y yo me negaba a que regara la silla y no mi garganta. Con pesar me incorporé y le devolví el mechero. Mi determinación a disfrutar de mi amigo era tal que abrí la boca para decir algo incoherente pero que hiciera abandonar el lugar a su padre.
En ese instante, Dios, alguien llamó a la puerta. El buen criterio de don Paco le hizo impedir que su hijo se levantara de esa guisa a abrir, de modo que lo hizo él. Apenas hubo salido me levanté y agarrando con mis labios el guevo me lo tragué con tal fruición que Paulo no pudo evitar un gemido profundo. Le pedí que le dijera algo a su padre para que pudiéramos calcular el tiempo de nuestro retozo. Era Luisa quien llamaba, una mujer anciana y muy parlanchina que un día sí y otro también se interesaba por ellos dos. Oportunamente, la señora había elegido el momento justo para mostrar su interés. Paulo suspiró aliviado, abrió las piernas y yo, cabeceando le sustraje todo el líquido preseminal de que fuí capaz.
Mis manos recorrían sus pezones – nunca estuve tan agradecido a la naturaleza de que me hubiera dado unos brazos largos – y me entretenía jugueteando con su poblado vello pectoral que apenas clareaba. Su barriga se hundía y dilataba a ritmo de mis embestidas. Él, sabedor de que era poco el tiempo que nos quedaba, se giró y me mostró toda su desnudez posterior, moviéndose adelante y atrás, flexionando sus rodillas y acariciándose el ano con un humedecido índice. Era el trasero de un macho copulador en actitud sumisa frente a un sobreexcitado novato que moría sólo de imaginar qué sería tenderse boca arriba frente a este dios, separar sus nalgas y dejarle hacer. Aún no me había bajado la bragueta.
Mi sudor recorría todo el cuerpo. Decidí que era suficiente. Me bajé los pantalones soportando la atenuada reprimenda de mi amante. En la puerta de entrada se oía la alegre conversación de los dos ancianos de manera que me lancé a la boca de Paulo deseoso de enroscar mi lengua en la suya, de lamer el cielo de su paladar mientras ese bigotón de guardia civil se clavaba en mis labios. Moría por sentir su saliva en mi cuerpo, por que me lo regara con sus babas, ansioso de hombre. Con su lengua dentro de mí, retrocedí y me recosté en la mesa. Sentir su cuerpo sobre el mío precipitó las cosas y antes de que le pidiera por favor que me ayudara a acabar, mi pene escupió un chorrotón de semen sobre su cuello, al que siguieron un segundo, un tercero y no sé cuántos más. Esto enloqueció más a mi amigo que, presa de un arrebatador frenesí, eyaculó en mi cara al tiempo que aullaba por dos veces. En ese momento dejaron de oírse las voces de don Paco y su vecina.
El pánico hizo que me levantara y que mis reflejos fueran capaces de inventar una argucia perfecta: acuclillado junto a la pata de la mesa, con mis genitales fuera del pantalón y mi cuello embadurnado de semen, me quejé amargamente de un golpe contra la esquina de la mesa que, naturalmente, no había sufrido. En esa postura no me fue difícil limpiarme sin levantar sospechas. Por su parte, Paulo sólo tuvo que colocarse bien el albornoz y ocultar su azoramiento evitando mirar a su padre y a doña Luisa que en ese momento traspasaban el umbral de la puerta de la cocina. Extrañados por el ruido, que calificaron de ovejuno, sin duda por su añosa sordera, no dudaron en ilustrarnos con unas cuantas anécdotas durante un buen rato. Nosotros, naturalmente, escuchamos con atención sentados a la mesa de la cocina, esperando otra buena oportunidad.
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