Hubo una época en que llevé el cabello y la barba cuidados como nunca. Siempre me ha dado mucha pereza ir la peluquero y dilataba la visita todo lo posible. En particular al que había cerca de casa, en un local pequeño, y con un titular delgaducho y sin ningún encanto, que por añadidura hablaba sin parar de temas que no me interesaban lo más mínimo. Pero el hombre finalmente se jubiló y puso en traspaso el establecimiento. Éste se mantuvo cerrado durante unos meses, hasta que un día vi levantada de nuevo la persiana metálica. Pasé por delante y observé el cambio de titular que se había producido.
El nuevo era un regordete en torno a la cincuentena y, paradójicamente, bastante calvo. Se le notaba muy activo y, con su chaquetilla de manga corta, mostraba unos brazos redondeados y peludos. No dudé en aprovechar el cambio y, mientras esperaba que terminara con el cliente que me precedía, disimulando con una revista abierta, no le quitaba ojo de encima. De rostro muy agradable y simpático, charlaba bastante, aunque no con la verborrea insustancial de su predecesor. Como no llevaba la chaquetilla cerrada hasta arriba, se le veía parte del vello algo canoso que subía de su pecho. Para distraerme me dediqué a imaginar todo lo que quedaba oculto, que suponía muy apetecible.
Cuando me tocó el turno, me dio la bienvenida con mucha cordialidad. Como en realidad mi pelo no necesitaba todavía un corte, me limité a pedirle un arreglo de barba. Me gustaba tenerlo tan cerca y la suavidad con que manipulaba mi cara, acariciada a veces por el vello de su brazo. El escote se le abría al moverse y hasta podía intuir el pezón picudo que le coronaba un pecho. Pero lo más excitante era cuando apretaba la barriga contra mi brazo apoyado en la butaca. Aún más, como el codo me quedaba un poco salido, sentía algunos roces de su paquete. La naturalidad de sus movimientos era relajante y me supo mal que este primer día el tratamiento requerido fuera tan breve.
Como paso cada día por delante, si estaba a la vista, me saludaba cordialmente con la mano, cosa que entendí como un deseo de consolidar la clientela. Me llamó la atención que iba cambiando el color de la chaquetilla, lo que hacía que me fijara aún más para comprobar cuál sería el color del día. No estaba mal como reclamo, aunque naturalmente me interesaba más el contenido que el continente.
Al fin mi cogote dio muestras de necesitar un recorte y me decidí a repetir la experiencia, esta vez más completa. Me recibió agradecido de que volviera a requerir sus servicios. En cuanto pudo atenderme me hizo pasar a un cuartito para lavarme la cabeza. Me gustó la intimidad que se creaba. Sentado con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados me relajé con los chorros de agua templada. Sus manos empezaron a continuación un espumoso masaje sobre mi más bien escasa cabellera, que acabó por ponerme la piel de gallina en todo el cuerpo. Me preguntó solícito si estaba siendo de mi agrado y respondí que me encantaba. Al secarme con una toalla casi vuelca toda la barriga sobre mi pecho y eso ya me resultó tremendamente excitante.
Al sentarme en el sillón de peluquero no tuve recato en poner el codo bastante salido con el deseo de que se repitieran los roces de la primera vez. Y no me defraudó, pues parecía recrearse en sus refriegues como si hubiera captado la incitación. Su hablar sin embargo no denotaba la menor alteración, tal vez disimulada por su cordialidad. Cuando pasó a ocuparse de la barba, sus movimientos dejaban vislumbrar generosamente el pecho peludo e, incluso, por las anchas mangas llegaba a verle el sobaco. Todo ello me estaba poniendo muy caliente y habría querido que sus manipulaciones sobre mí se prolongaran mucho más de lo que requería su trabajo. Pero éste terminó y, con un espejo de mano, me enseño el resultado reflejado en le grande de delante. En la mirada que se cruzó con la mía pude captar algo más que la satisfacción por la labor realizada.
Llegué a pensar en quitarme la barba para así acudir cada día a que me afeitara. Pero tuve que desechar idea tan insensata y poco práctica, y resignarme a que la naturaleza me fuera dando ocasión de requerir sus servicios.
En una de éstas, pasé a última hora de la tarde por delante de la peluquería. No había nadie más que él y entré preguntando si aún podía atenderme. No sólo me aceptó complacido sino que añadió, con un velado deje pícaro, que así podríamos disponer de más tiempo. Nada más con eso y el estar los dos solos ya hizo acelerar los latidos de mi corazón.
Comenzó el ritual pasando al cuartito del lavado de cabeza. Me llamó la atención que cerrara la puerta, cosa que no le había visto hacer nunca en anteriores ocasiones. Su actitud obsequiosa, pero dentro de una cierta naturalidad, me tenía en vilo acerca de lo que podía suceder. Pidió que me pusiera cómodo y relajado para proceder al lavado. Se esmeró con éste de forma prolongada, acariciando más que frotando mi cuero cabelludo. Esta vez me secó desde atrás, lo que me hizo echar en falta la proximidad de su cuerpo. Pero a cambio, concluido el secado, me asió por los hombros y fue presionando con los dedos en un masaje de lo más placentero. “Está usted muy tenso. Esto le vendrá muy bien”. ¡Cómo no le iba a dejar hacer con la calentura que me estaba provocando! Así que, repantigado en el asiento y con las piernas estiradas, me entregué a sus manos con murmullos de satisfacción. Cesó y, como si le hubiera surgido de pronto la idea, humedeció una toallita con agua caliente perfumada para colocarla sobre la parte superior de mi cara. “Es muy relajante, ya verá”. Lo más emocionante del asunto fue que ahora se abrió paso entre mis piernas y actuó apoyando su paquete sobre el mío. Así se quedó un rato, alisando de vez en cuando la toallita y exprimiéndola por los extremos. Sin ver nada y excitado al máximo, tuve el impulso de levantar las manos y, en lugar de topar con la textura de la chaquetilla, toque el vello de su torso desnudo. Tanteé un poco y di con un duro pezón; no pude resistir presionarlo.
“Así todo mejor, ¿no?”, mientras me desabrochaba la camisa. Hice un amago de recuperar la vista, pero me apartó la mano. Sus caricias y presiones se extendieron por todo mi pecho dándome escalofríos. Sumido en su morbosa estrategia no pude evitar manotear en el aire y rocé un slip con una dura protuberancia. Tiré para bajarlo y liberé una polla caliente y húmeda a la que me aferré ansioso.
Me dejó hacer y se ocupó de quitarme los pantalones. Cuando se dio la vuelta entre mis piernas para sacármelos por los pies, aproveché que bajaba la guardia y me libré por fin de la toallita sobre mis ojos. Tuve la perspectiva de su culo peludo que manoseé con deleite.
Los dos ya desnudos y yo medio inmovilizado con las piernas enredadas con las suyas, él seguía teniendo el control de la situación. Se retorció sobre sí mismo y metió mi polla en su boca haciéndome una deliciosa mamada agarrado a mis costados.
Yo casi pataleaba de gusto y estaba dispuesto a llegar hasta el final. Pero él cambió de tercio y sujetándome para que permaneciera tumbado se desplazó hacia mi cabeza. Jugó con su polla sobre mi cara y la puso al alcance de mi boca. La engullí bien a gusto y casi ahogándome.
Buscamos una posición más cómoda para proseguir la mamada y, cuando ya le temblaban las piernas por el placer, se giró para ofrecerme su orondo y peludo culo. Lo lamí y ensalivé preparándolo para lo que sin duda habría de culminar su deseo.
Agradeció con tal vehemencia mis manejos sobre su cuerpo que impulsivamente volvió a volcarme y agarrándome la polla unió su boca con la mía en un profundo beso.
Decidí entonces someterlo, para poder llegar con más calma a lo que sin duda los dos deseábamos, y a mi vez me apoderé de su polla. Lo masturbé con suavidad pero con firmeza, dispuesto a no parar hasta hacer que se vaciara. Jadeaba con una intensidad creciente y, con un bufido final, mi mano se fue llenando de leche. La limpié con la pelambre de su barriga y lo acaricié mientras recuperaba el resuello.
Con docilidad fue dándose la vuelta y poniendo el culo alzado como inequívoca muestra de disponibilidad. Me señaló el cajoncillo de una mesa del que extraje un preservativo. Ya equipado, recorrí con mi polla su raja buscando la cavidad idónea. Fui entrando poco a poco y él se distendía entre suspiros. Removiéndose para intensificar su placer, me incitaba a acelerar el ritmo. Mi calentura iba en aumento hasta que se me aflojaron las piernas. Me salí, arranqué el condón y me derramé sobre la grupa.
Se volvió incorporándose y en su expresión había una mezcla de satisfacción y picardía. Evidentemente, en aquel momento, ya no se nos ocurrió pasar a la fase del aséptico corte de pelo.
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