domingo, 20 de enero de 2013

El vigilante del parking

Junto al apartamento en que viví una temporada había alquilado una plaza en un parking público. Pero era de los que cerraban por la noche y, entonces, solo los abonados podíamos acceder avisando al vigilante. Con cierta frecuencia yo llegaba a una hora en que me tenía que abrir y se mostraba siempre amable. La verdad es que tenía muy buena pinta. Gordote de mediana edad, su porte algo rudo irradiaba sin embargo simpatía. Muy activo, aprovechaba las noches limpiando algunos de los coches, con lo que se sacaba sus propinas.

Cuando se percató de que no siempre volvía a casa solo, noté en él un cierto cambio de actitud. No es que dejara de ser amable conmigo, pero denotaba algo que me pareció distanciamiento. Incluso llegué a pensar que podía tratarse de un ramalazo de homofobia. Pero ese sería su problema, no mío.

Una noche en que volví tarde y solo, me recibió con el ritual de costumbre. Cuando llevaba un rato en casa, me di cuenta de que había olvidado el teléfono móvil en el coche. Ya me había desnudado y me dio pereza vestirme de nuevo. Así que me puse un albornoz y bajé. Total, a esa hora no me iba a encontrar con nadie y supuse que el vigilante estaría en su cabina del piso superior. Pero, al dirigirme hacia mi plaza, empecé a oír un sonido muy tenue, como de jadeos. Un reflejo parpadeante hizo que me fijara en uno de los coches. Entonces vi que estaba encendido uno de esos reproductores de DVD que se colocan en la parte posterior de los asientos delanteros, para tener distraídos a los niños durante el viaje. Me acerqué con mucho sigilo y pude captar que, en lugar de unos dibujos animados, lo que se estaba proyectando era nada menos que una aparatosa jodienda entre dos tíos. Agucé más la vista y, medio tumbado en el asiento trasero, el vigilante, con la camisa abierta y los pantalones bajados, se la meneaba con fruición. Debí hacer alguna sombra, porque se detuvo sobresaltado. Traté de disimular que lo hubiera sorprendido y rodeé el coche para dirigirme al mío. Pero el hombre ya  había abierto la puerta que estaba solo encajada y apareció sentado hacia fuera, todavía con el instrumento en la mano.

Creo que casi le alivió ver que era yo el intruso, tal vez por confiar en una mayor indulgencia hacia su actitud. El caso es que los dos quedamos de momento paralizados frente a frente. Me decidí a desdramatizar la situación. “Por mí siga tranquilo… Solo he bajado a coger una cosa de mi coche”. Aunque pareció que el intranquilo fuese yo, por la mirada que no podía apartar de visión tan excitante. Si ya vestido lo había encontrado atractivo, mostrando lo que mostraba ahora estaba espléndido. “¡Vaya momento en que me ha pillado!”, soltó sin acertar a subirse los pantalones enredados. No supe si se refería a las circunstancias en general o a que estaba a punto de correrse. “Ya supondrás que no me voy a asustar por una cosa así”, dije pasando al tuteo, que podía interpretarse como que, por el contrario, me encantaba. Sonrió avergonzado y yo, bajo el albornoz, ya notaba los efectos. Era la ocasión y quise aprovecharla. “Lo que siento es haberte estropeado la película…”. Él ahora se limitaba a taparse con una mano, aunque más bien se tocaba. Di un paso más. “Podíamos verla juntos ¿te parece?”. Titubeó desconcertado. “¡Anda, hazme sitio!”, insistí. Casi lo empujo para que volviera al interior del coche y, sin más dilación, me senté a su lado. Cerré la puerta para mayor intimidad sin darme cuenta –o sí que me daba– de que el albornoz se me había abierto con el ajetreo. Lo que estuviera pasando en la pequeña pantalla perdió interés para el vigilante cuando se percató de la erección que le mostraba sin tapujos. “¡Vaya!”, exclamó aún confuso. “Ya ves… Con la presentación que me has hecho…”, bromeé para darle confianza. Él volvía a tocarse sin apartar la vista de mi oferta. Colaboré a su excitación echando mano a sus orondas y peludas tetas que desbordaban la camisa abierta. Los pezones se le endurecieron entre mis dedos a la par que la polla, que ya se le erguía contundente. “¡Esto es mejor que el cine!”, se atrevió a comentar. No pudo dejar sin embargo de observar que, en el visor, un fornido varón estaba engullendo una maciza verga y, tal vez llevado por el mimetismo, no pudo resistirse a volcarse sobre mí  para hacer otro tanto. Lo ayudé dejándole espacio, y chupaba con tal ahínco que se me puso la piel de gallina. Cuando el gusto me iba llegando al punto de ebullición, quise compartir el placer y lo aparté para intercambiar posiciones. Generoso, se echó hacia atrás para que su barriga no obstaculizara mi propósito y así ofrecerme la polla tersa y húmeda. Su sabor y calor inundaron mi boca, excitándome a más no poder. Con mi lengua, extendía las lamidas a los huevos y, forzando sus muslos hacia arriba, trataba de alcanzar el ojete. Él, en su paroxismo, ya me había arrancado el albornoz y, por el suelo del coche, yacía toda su ropa.

Las estrecheces del cubículo no permitían mayores audacias, así que, confiados en la quietud del lugar y la hora, salimos del coche. El vigilante no desperdició la ocasión para amorrarse de nuevo a mi polla. La quería bien dura y yo sabía para qué… Lo impulsé para que quedara apoyado sobre el capó del coche y, en el momento en que empezaba a tomar las medidas de su orondo culo, sonó el timbre de la entrada. Se rompió el encanto y el hombre, todo nervioso, se precipitó a buscar su ropa dispersa. A duras penas encajaba la tiesa polla dentro del pantalón. Atolondrado subió a abrir y yo me refugié discretamente en el coche. Pero dio la casualidad de que el recién llegado ocupaba una plaza casi enfrente de donde yo me encontraba. Así que hube de agazaparme para no ser visto en tan azarosa situación. Me chocó, no obstante, que el conductor, en lugar de salir y abandonar el coche, permanecía dentro como a la espera de algo. No tardó en reaparecer el vigilante, inquieto por la proximidad que se habría producido. Percibida mi ocultación, o desaparición, no pareció sin embargo extrañarse de la permanencia del otro en su coche, quien efectivamente lo estaba esperando pues, en cuanto lo vio, salió y se dirigió a él. “Ya ves qué tarde llego hoy…”. Lo que acompañó de un manoseo muy confianzudo. “Me vendría de coña una mamadita de esas que tú bordas, antes de subirme con la parienta… Con lo que te gusta mi polla ¿verdad?”. Era un tipo fornido, de mediana edad y bien trajeado. La verdad es que, por lo que veía desde mi refugio, también yo le habría hecho un favor. El vigilante se mostró algo indeciso, probablemente porque intuía mi presencia. Pero el solicitante ya se estaba echando abajo pantalones y calzoncillos, dejando al aire una buena polla morcillona entre sus recios muslos. Se apoyó de espaldas en el coche, recogiéndose con una mano los bordes de la chaqueta y la camisa. “Bien cargada la traigo… y todo para ti”. No se me escapó la mirada libidinosa que dirigió a la oferta el vigilante, quien exclamó: “¡Cómo me conoce…!”. Como movido por un resorte, cayó de rodillas, se agarró a los muslos y dio las primeras lamidas. Y vaya si el aparato respondió. En el perfil que yo captaba, se hinchó como un globo salchicha. Cuando el vigilante lo engulló, el otro se tensó suspirando. “¡Así, así! ¡Qué boca tienes!”. Yo me estaba poniendo negro al espiar los buenos efectos de la maestría del vigilante. Me tocaba para canalizar mis ardores, encogido en mi escondite. De pronto, el mamado, con un “¡Ahhh!” sordo, agarró la cabeza contra su vientre. “¡Traga, traga!”. Casi se podía oír el glup glup de la ingestión. El otro dejó al fin caer los brazos y el vigilante se separó irguiéndose. “¡Joder, qué a gusto me he quedado!”. “Estaba muy rica”, replicó el vigilante con una relamida. Mientras se recomponía la ropa, comentó el otro: “A ver si mi mujer no se despierta… Voy a dormir como un lirón”.  “Pues ya sabe que puede contar conmigo”, fue la servicial despedida del vigilante mientras se guardaba en un bolsillo lo que el otro le había entregado.

Cuando se quedó solo oteó indeciso el coche de nuestro encuentro, y ahí me descubrió con la polla aún endurecida. “Vaya, vaya”, le dije. “Así que no paras”. “Qué quieres, replicó. “Mejor que lavar los coches sí que es…”. Me reí de su sinceridad. “Lo que no sabía es lo de las propinas también por esto”. “Bueno, de estos tíos que solo buscan que los alivie”. Y añadió enseguida: “Contigo es distinto. Disfrutamos los dos”. “Pues entonces por mí seguimos donde lo dejamos…”, repuse inundado de deseo. Se puso picarón mientras se desnudaba. “Ya me pareció adivinar tus intenciones… Y ahora seguro que ya no viene nadie”. Como para demostrarme que yo no iba a ser menos que el que se acababa de marchar, también se arrodilló ante mí y se puso a mamármela. Pero, además del gusto que me daba, tenerlo desnudo y meneándosela a su vez, llevó mi excitación a tope. Él mismo se percató  y cambió de tercio. “Mejor si me follas ¿no? Con tanta calentura lo estoy deseando”. Que era precisamente lo que me disponía a hacer cuando fuimos interrumpidos, aunque ahora con mucha más urgencia. Otra vez se echó sobre el capó y tuve a mi disposición su generoso culo. Me habría gustado lamerlo y morderlo, pero ya no estaba para prolegómenos. Debía tenerlo muy bregado porque me entró como una seda, aunque las contracciones que hábilmente le daba a su esfínter y el ardor de la frotación me hacían sentir oleadas de placer. Él me animaba en cada embestida. “¡Dala, dale, que te sienta bien dentro!”. Hasta que me vacié con temblores de todo mi cuerpo. “¡Sigue ahí, sigue ahí… y pajéame!”, pidió. Volqué mi pecho sobre su espalda y, mientras con una mano le estrujaba una teta, tanteé con la otra para alcanzar la polla dura y mojada. Pocos pases hube de dar para que la viscosidad de su leche llenara mi mano, con el acompañamiento de sus resoplidos. Me ofreció su velluda barriga para que me limpiara y pude ver su sonrisa bribona. “¡Qué buen polvo! ¿No te parece?”, exclamó con satisfacción. “Y que lo digas… ¡Vaya nochecita!”, no pude menos que responder. “Yo que me pensaba que, cuando viste que venía con hombres, te caí gordo por ser gay”. “Pues ya ves… Solo supuse que no necesitarías acudir a mí para que te aliviara”. No pude menos que regocijarme por su sentido práctico. En todo caso, este diálogo lo manteníamos medio abrazados en nuestra desnudez. Me proporcionaba un relajado placer el tacto de su cuerpo y el calor que desprendía. Las caricias de sus manos, a su vez, me electrizaban.

Me dirigí ya a mi coche para recuperar por fin el teléfono móvil. Me acompañó y aprovechó para decir: “A ver si repetimos…”. Jugué a hacerme de rogar. “Con los imprevistos que pueden aparecer… Además, tampoco quiero estropearte el negocio”. Algo avergonzado replicó: “No hay tanto negocio… Y tu follada me ha dejado nuevo”. “Desde luego, reconozco que lo de hoy ha tenido su morbo”, afirmé. Yo seguía tan alterado por dentro que tuvo que recordarme: “No te vayas a dejar el albornoz”.


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