domingo, 5 de mayo de 2013

Salvador


Tenía unas manos poderosas, como todo campesino que se precie. Se sentó en la mesa en la que servidor atiende a los clientes del banco. Quería renegociar un préstamo personal. Le informé que en ese momento la entidad no estaba por la labor. Se quedó callado y pensativo una vez terminada la conversación.
-¿Desea algo más, Salvador? –le pregunté llamándole por su nombre.
Se rascó la hirsuta barba sin una cana a pesar de sus cuarenta y tantos años. No era guapo. Poseía el cuerpo rotundo de un trabajador del campo. Pero había algo fiero en él que me atraía y me repelía por igual.
-Tú sabrás –me contestó clavándome su mirada oscura.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
Por entonces, yo estaba recién llegado a ese destino, en un pueblo alejado de todas partes y me movía con toda la cautela necesaria. Pero algo ocurría entre ese campesino y yo.
Salvador se levantó de la mesa y dijo antes de marcharse:
-Por las tardes tomo la fresca junto al puente del arroyo.
Y se fue.
Todo lo que hice el resto de la mañana en la sucursal, lo hice mal. Ya no soy ningún jovencito y he tenido muchas experiencias con tíos a lo largo de mi vida; pero nunca se me había plantado uno con ese…descaro. Me sentía excitado pero a la vez asustado.
Pasé la tarde tratando de ver algo de televisión pero la señal iba y venía a su antojo. La antena de la casa que había alquilado era tan mala que no captaba otra cosa que mis nervios.
Por fin llegó el atardecer de ese día de agosto, mes en el que me había estrenado en mi nuevo destino. Salí de casa y me encaminé hacia el puente del arroyo. Cada vez que me cruzaba con alguien pensaba que sabría adónde iba y, lo que es peor, mis intenciones.
Llegué al puente y allí estaba Salvador, charlando con otro campesino. Pasé junto a ellos y saludé. Discretamente me senté en el pretil del puente a tomar también la fresca y a cierta distancia de ellos. Desde mi posición les observaba.
A la media hora sin que sucediese nada de lo que yo me había imaginado que sucedería, me dispuse a volver a casa. Pero al cruzar junto a los dos hombres, Salvador me dijo:
-¿Te vas ya?
-Sí –contesté inseguro- Se hace de noche y refresca demasiado para mí.
-No te vayas porque quiero hablar contigo de mi préstamo, que esta mañana me has dicho algunas cosas con las que no estoy muy conforme.
-Si quiere aclaraciones –contesté molesto- pásese mañana por la sucursal y las aclaramos.
-Oye, que yo soy un cliente muy bueno de tu banco y no me puedes tratar así –me suelta en tono amenazante- Y si te digo que te esperes, te esperas y punto.
Le sostuve la mirada por unos segundos, los suficientes para sentir de nuevo el mismo desasosiego que había sentido esa misma mañana. Agaché la cabeza y me volví al mismo lugar donde había estado sentado. Salvador, por su parte, siguió hablando tranquilamente con el otro hombre durante otra madia hora, hasta que finalmente anocheció por completo.
Sólo cuando estuvo solo, se vino hasta mí. Se me plantó enfrente, las piernas ligeramente abiertas, la cadera levemente adelantada. Fumaba un cigarrillo sin boquilla.
-¿Qué prisa tienes? –dijo con voz queda y que en la penumbra de la noche se me antojó sensual.
-Todavía no sé qué hago aquí –contesté con los nervios a flor de piel.
-Esperarme. Eso es importante.
Salvador dio unas cuantas caladas seguidas a su cigarrillo y sus duras facciones se iluminaron con el rojo de la brasa. Después tiró la colilla al suelo y sin decir palabra caminó en dirección a una zona medio boscosa de la orilla del arroyo. Con el corazón en un puño, le seguí.
Se metió en lo más espeso de la maleza hasta pararse junto a un olmo. Apoyó su espalda contra él y me ordenó que me bajase los pantalones. Lo hice. Mi poya apareció ridícula y encogida, tanta era la ansiedad que me producía aquél encuentro.
-¡Joder, qué pequeña la tienes! –se quejó.
En ese momento me sentí aún más inseguro y pensé que lo más acertado era largarme de allí con mi ridículo rabo entre las piernas. Quise, entonces, subirme los pantalones pero un manotazo en uno de mis brazos interrumpió mi gesto.
-¿Qué haces? –dijo Salvador.
-Como has dicho que no te gusto…
-¿Quién ha dicho eso? He dicho que tu polla es una mierda. Pero a mí tu polla me importa un huevo.
Mi tensión iba en aumento. No sabía a qué atenerme con aquél pueblerino. Y de repente cambió su tono de voz, que volvió a ser sensual.
-¿Te gusta la lefa? –me preguntó acariciando mis labios con uno de sus gruesos dedos.
No contesté. Sólo comencé a lamer ese dedo que rozaba una y otra vez mi boca y que lentamente se fue adentrando dentro de ella.
-Hace dos semanas que no me corro y tengo los huevos que se me van a reventar.
Puse mi mano derecha sobre su paquete y noté una notable erección debajo. Apreté con la palma de la mano y Salvador recibió mi gesto con agrado. Animado por su buena acogida, desabroché la hebilla de un viejo cinturón de cuero que sujetaba un pantalón de faena en tono azulón, a continuación la botonadura de éste y con solo ese gesto surgió al aire una polla de glande impregnado de viscosidad, gruesa, venosa, de la que emanaba un olor fuerte y característico de esas pollas que pasan días y días a la espera de un contacto propicio para su satisfacción. Olor a carne, olor gustoso. Olor del que desearía que estuviese impregnado el infierno. Sentirlo me provocó una inmediata erección que ya no me abandonó.
Bajé algo más los pantalones y sus pesados cojones salieron al aire fresco de la noche. Era un espectáculo hermoso como ninguno. Y sin más dilación comencé a lamerlos. Gotas de semen resbalaban por el tronco de su grueso calibre hasta alcanzar mi lengua. Chupé todo cuanto manaba hasta llegar al glande que finalmente engullí. Salvador lanzó un profundo suspiro de satisfacción.
Con morosidad tragué su polla hasta los límites que mi garganta me permitía. Pero Salvador, notando que aún quedaba tramo fuera de mi boca, apretó mi cabeza y allí comenzaron los problemas para mí pues me sentía incapaz de deglutir por completo lo que se me ofrecía. Ahogándome, escupí su miembro. Salvador me agarró del pelo.
-¿Qué coño haces?
-Lo siento –me disculpé- pero no puedo tragármela entera.
Salvador me tiró aún más del pelo hasta hacerme daño.
-Me das mucho placer con lo que me haces, pero quiero más.
-Pero es que no puedo con todo.
Ni me di cuenta de por dónde me vino el guantazo que me arreó. No sentí  dolor, tan sólo estupefacción. Y sin mediar nada más, me agarró la cabeza y me metió la polla otra vez forzando el fondo de mi garganta. Me traspasaba la glotis hasta más allá de donde mi aguante podía soportar. Ante mi resistencia él respondía con mayor violencia en sus embestidas. En la garganta empecé a notar sabor a sangre mezclada con el sabor de su semen. Las lágrimas me corrían por las mejillas, las manos me temblaban. Salvador me estaba violando la boca y no tenía la menor intención de parar.
No sé cuánto tiempo transcurrió (puede que media hora o más) hasta que se corrió por completo mientras me exigía que me tragase hasta la última gota de lo que soltaba por la polla.
De rodillas frente a él, observé que pese a todas las vejaciones, mi erección no me había dejado ni por un minuto. Salvador me miraba desde lo alto, la espalda contra el tronco. Con uno de sus pies, calzados con sandalias, se puso a golpearme la polla.
-¿Tienes ganas de más? –me preguntó divertido.
Sus repetidos golpeteos acabaron por provocarme un irrefrenable orgasmo. Mi esperma cayó sobre su sandalia.
-¡Pero qué hijo de puta eres! –dijo soltándome el segundo guantazo de la noche- Me has llenado el pie de lefa. Lo quiero limpio si no quieres que te funda a hostias.
Asustado por la amenaza, le quité el calzado y cogí hojarasca para limpiárselo.
-¡Con la lengua, cabrón! –me ordenó.
Me encontraba al límite de lo que mi paciencia era capaz de soportar. Y entonces le supliqué:
-Por favor, no me hagas esto.
El golpe que me dio con la sandalia aún me resuena en la cabeza. Significó la rotura de un mecanismo de mi alma, una quema de naves que me hizo comprender que no había marcha atrás.
Me tiró la sandalia y la limpié con la lengua mientras él se encendía un cigarrillo. Comencé a llorar en silencio. Cuando consideré que ya estaba limpia se la extendí. Pero la tiró contra el suelo despreciándola y dijo:
-La puta sandalia me importa una mierda. Lo que de verdad me jode es que me hayas manchado el pie.
Y me plantó el pie en la boca. Dolido tanto física como emocionalmente, me afané en lamer su pie sucio y encallecido. Repasé y saboreé cada uno de sus dedos. Nada de mi semen quedó en él. Y Salvador, parecía tan satisfecho con mi trabajo que descalzó su otro pie para que también lo sometiera a mi lengua.
Concentrados ambos en este ejercicio, nuestras pollas acabaron trempadas otra vez. Perdida toda noción de mi identidad, le quité los pantalones y recorrí con mi boca sus fuertes piernas peludas como había visto pocas. Pasé por su vientre ligeramente prominente y alcancé sus duros pezones, sus axilas de olor penetrante y gusto a sudor rancio; y cuando alcanzaba su cuello, Salvador me plantó un beso caníbal en la boca, tomando mi lengua como rehén entre sus dientes.
-Esa lengua es mía y de nadie más –me dijo antes de tirarme al suelo, contra la hojarasca y las piedras. Se tumbó sobre mis espaldas estrechándome contra sí en un férreo abrazo. Estaba como poseído por una pasión descontrolada. Mi esfínter notó la presión de su húmedo glande y en poco tiempo acabó cediendo a su fuerza. Toda la dimensión de su polla entró en mis entrañas y yo temí perder el sentido por la súbita invasión. Ya nada le frenaba y yo era entre sus brazos un instrumento absoluto para su placer. Y cuanto más era su placer, cuanto mayor la violencia de sus enculadas, más sentía yo que no estaba en este mundo sino en otro que nada tenía que ver con cuanto había sentido hasta ese momento.
Su orgasmo fue animal, sin escrúpulos, salpicando mi piel de golpes y mordeduras. Y el mío, como si me estuviese arrancando la vida.

Era más de medianoche cuando abandonamos la zona boscosa. Los dos caminábamos en silencio. Pero Salvador lo rompió.
-Quiero renegociar mi préstamo. Y quiero las mejores condiciones.
Dicho esto, se encendió otro cigarrillo.
De golpe y porrazo, la realidad venía hasta mí: de manera que todo había sido un juego para tenerme cogido y renegociar su préstamo.
-Eso no está en mi mano –contesté enfadado.
-No está en tu mano, está en mi polla –me contestó con chulería para después alejarse por las callejas del jodido pueblo al que me habían destinado en contra de mi voluntad


             



II


Desde mi encuentro con Salvador a la orilla del arroyo, me sentía especialmente irascible y muy cabreado con el mundo en general, y con ese pueblucho donde me habían destinado en particular. El miedo a un escándalo me llevó a incumplir todas las normas establecidas en el protocolo de revisión de condiciones a préstamos personales e incluso a la falsificación de las cifras. Si me venía una inspección me enfrentaría no sólo a un despido fulminante sino a un proceso por fraude documental. En definitiva: el terror. Me despertaba por las noches en medio de una pesadilla cuyo protagonista era -¡cómo no!- Salvador. Me encontraba tumbado boca abajo en medio de un campo yermo y grisáceo. De la tierra sobresalían mis nalgas desnudas mientras permanecía con la cara enterrada en el suelo reseco. De repente escuchaba la tierra retumbar. Despegaba la cabeza del polvo y veía a una yunta de bueyes conducidos por él. Manejaba con mano firme el arado del que los bueyes tiraban. Venía con su velludo torso al desnudo y la cara y los brazos envueltos en sudor. Los pies descalzos se hundían en la tierra removida. Se reía mientras fustigaba a la yunta con un látigo y gritaba: aprisa, bestias, vamos a ararle las entrañas al hijoputa del banquero. En el momento en que el arado estaba a punto de empalarme, me despertaba gritando empapado. Y con una erección dolorosa. Sí, una erección dolorosa de la que renegaba y que me hacía sufrir todavía más ¿Qué me estaba pasando?
Una noche de finales de setiembre en la que se volvió a repetir la pesadilla, me levanté a beber agua y tranquilizarme. Encendí las luces hasta llegar a la cocina. LLenaba un vaso cuando oí golpes en la puerta. Decidí no hacer caso pero los golpes se incrementaron. Me llegué a la puerta y pregunté quién era.
-Salvador –respondió el campesino con la voz propia de quien ha consumido más alcohol del que debiera.
-¿Qué quieres? –pregunté sin abrir.
-Hablar de mi préstamo.
Las manos me temblaban por la inseguridad que me provocaba su presencia. Le maldije.
-No son horas –contesté lleno de inquietud- Si usted quiere que hablemos de su préstamo, diríjase mañana a la sucursal bancaria.
-Por mis cojones que como no me abras, tiro la puerta a patadas –y a ello se puso. Mis nervios, ya de por sí alterados desde que tuve mi primer encuentro con él, brincaron de pánico. Cediendo a su presión, abrí la puerta.
Salvador, camisa blanca arremangada con los botones abiertos hasta el principio de su vientre, me clavó sus ojos enrojecidos por el alcohol. El tostado de su piel de currante agrario destacaba con tan luminosa prenda. Los labios carnosos y sensuales estaban fruncidos en señal de disgusto. Moviéndose como un depredador al acecho, traspasó el umbral de mi casa. Recibí el aroma intenso de cuerpo de hombre que no conoce otro perfume que el que brota de los poros de su piel. Me sentí perdido.
Tras cerrar la puerta, hablé con la mayor entereza de que fui capaz:
-Si quiere saber si he arreglado lo de su préstamo…
-¿Y a mí qué coño me importa el préstamo? –me interrumpió apoyándose contra la pared del pequeño recibidor. La luz cenital que caía sobre su rostro, reflejaba en su barba hirsuta y ensombrecía la cuenca de sus ojos. Con la mano izquierda se acariciaba el pecho poblado de vello. Y yo, ahí plantado frente a él con mi pijamita de pantalón corto en azul celeste y mi cuerpecito lampiño y pálido. Tal era todo mi armamento frente a ese demonio ebrio.
-Vengo del club que hay en la carretera –siguió hablando- He tenido que pagar cincuenta euros para que una puta me hiciese una mamada.
Sus palabras me llenaron de malestar y agaché la cabeza.
-No he podido correrme –añadió con profunda acritud. Y se me aproximó; me llegó su aliento a ginebra. Con parsimonia colocó sus fuertes manos una a cada lado de mi cabeza.
-Tú tienes la culpa –dijo susurrándome al oído.
-¿De qué tengo yo la culpa? –solté tartamudeando en un patético intento de plantarle cara.
Me escupió en el rostro y con su mano izquierda me atenazó el cuello. Su presión aumentaba sin misericordia hasta que sentí que me faltaba el aire.
-Porque mi polla ya no se conforma con cualquier mamada por tu culpa –y volvió a escupirme. En un gesto de desafío le sostuve la mirada y mi desafío tuvo su respuesta en forma de nuevo escupitajo.
La impotencia que me provocaban sus vejaciones me tenía al borde del llanto. Los salivazos resbalaban por mis mejillas y en cuanto uno alcanzaba mi barbilla me arrojaba otro hasta que toda mi cara estuvo cubierta por sus babas.
Entonces, con su mano derecha me bajó el pantalón del pijama y quedé con el sexo al aire, un sexo inflamado a pesar de las circunstancias en las que me encontraba.
-¿Qué hay aquí? –dijo burlón- ¿Qué es esta especie de salchichilla que te cuelga?
Me pasó la palma de la mano derecha por la cara hasta que la tuvo impregnada de su propia saliva, me agarró la polla y empezó a meneármela morosamente. Volvió a escupirme con rabia. Me estremecí de placer. Pero me advirtió:
-Como sueltes una gota de lefa, te aplasto los huevos.
Desde ese momento, mi placer se transformó en un potro de tortura: por un lado todo cuanto me hacía; por el otro su amenaza. Apresado por el cuello contra la pared, sus escupitajos llegándome sin cesar, su mano derecha actuando sobre mi polla… por más que me retorcí, por más que traté de evadirme, por más que quise impedirlo…¡no lo pude evitar! Todo el esperma que mis huevos guardaban salió disparado contra su pantalón.
-¡Me cagüen tu puta madre, maricón! – es la frase que soltó Salvador antes de comenzar a estamparme contra la pared. Para defenderme me tiré al suelo y me encogí sobre mí mismo. Allí me llovieron toda clase de patadas en las piernas y las nalgas.
-Si te digo que no te corras es que no te corras, cabrón. Y encima me has llenao el pantalón de tu asquerosa leche. ¡Qué asco!
Súbitamente Salvador dejó de darme patadas. Se quitó los pantalones y me los arrojó.
-Límpialos –me ordenó.
Alcé la vista y vi sus fuertes piernas pilosas terminadas en un par de catetos calcetines blancos. La camisa ya estaba completamente desabrochada y por encima de su slip de diseño antediluviano asomaba la erección de su polla que el elástico del calzoncillo era incapaz de contener.
-¿Qué miras? –dijo pasándose la mano por el paquete.
-Lo siento –dije temblando- Siento no ser capaz de cumplir tus deseos.
Salvador se me quedó mirando como si fuese un juez que reconsidera la condena que acaba de imponer a un infractor. Con un dedo recogió algo del esperma que escapaba de su glande y me lo ofreció para que lo lamiese. Así lo hice; y no sólo el dedo sino su mano entera. Me emocionaba el sabor de su mano habituada al manejo de toda clase de útiles del campo, una mano que me arrastró tirándome del cabello hasta la fuente de tan delicioso líquido.
Ya no necesité de nuevas órdenes. Engullí su polla todo cuanto pude. El sabor de su glande no era comparable a nada de lo que yo hubiese degustado hasta que le conocí. Me esforcé por que su nabo de campesino desabrido sobrepasara la frontera de mi glotis, así me dejase la vida en el intento. Tanta devoción por mi parte, le volvía loco. Me la sacaba de la boca y yo le imploraba que no lo hiciera. Riéndose por mi frenesí, me la clavaba con todo su ímpetu. Y a la vez que mi boca y garganta servían a su exclusivo deleite, mis manos asían sus muslos peludos y sus nalgas potentes, firmes y endiabladamente contundentes en su impulso contra mi boca.
De pronto me la sacó y me empujó alejándome de él. Quedé postrado a sus pies mientras me miraba con los ojos brillantes y enigmáticos. Tragué saliva por la incertidumbre de no saber cuál sería su próximo movimiento. El corazón me palpitaba a mil por hora. Salvador se había quitado la camisa  y se encontraba frente a mí en toda su carnal desnudez. La espera me devastaba la paciencia. Yo veía cómo de la cabeza de su venosa polla se escapaba un fluido continuo de mi manjar favorito.  No pude contenerme y me arriesgué lanzándome como un perro hambriento hacia su entrepierna. Salvador me rechazó con un pie. El golpe me dio igual y volví a la carga. De nuevo me rechazaba y a la vez me incitaba.
-¿Quieres esto? –decía meneándose el cipote.
Otra vez me lancé a por él; y otra; y otra; y otra…El juego de pasión en el que estábamos enzarzados me hizo olvidar quién era y que me comportaba como un ser sin el menor raciocinio.  
Acabamos enredados  en una especie de combate de resultado más que cantado por la diferencia de fuerza y pericia física. Me inmovilizó en el suelo con las piernas contra su pecho poderoso; sus manazas aferraban mi cuello y su polla, palpitante, descansaba entre mis nalgas.
-Quieta, bestezuela –me dijo. Su cuerpo se había empapado de sudor, como en mi sueño.
-Tienes nervio, y eso me gusta –me susurró al oído.
Sus caderas se movían contra las mías, su polla se paró a la entrada de mi ano.
Me miraba con una media sonrisa en los labios. Pero yo no estaba para medias sonrisas. Tenía su ariete embadurnando mi culo y mi propia polla otra vez tiesa.
-Hágalo –le dije.
-Que haga qué –se hacía el tonto.
-Hágalo –insistí.
-¿Qué? ¿Esto? –y empujó su polla contra mi culo penetrándolo ligeramente.
-No me hagas suplicártelo –le exigí febril de excitación.
-Mi polla está donde tiene que estar. Tú déjate y entrará.
-¿Qué tengo que dejar? –casi grité.
-Tú sólo déjate. Déjate. Déjate. Déjate…
Repetía una y otra vez la misma palabra como si fuese un mantra, cada vez más pausado y grave.
Mi cuerpo comenzó a relajarse y a sentir todo su contacto. Mis manos se paseaban por su espalda. Noté cómo su sexo entraba sin la menor oposición en mis entrañas produciéndome una gratificante sensación de bienestar. Una sensación que nacía del calor de su polla en mi interior y que lentamente se contagiaba a todo mi cuerpo.
Comencé a correrme sin tensión. La plenitud era eso. La plenitud era aceptar que Salvador me llevase a donde él quisiera y cuando le viniera en gana.
De repente, el campesino frenó el bombeo incesante de sus caderas, me miró y dijo:
-Toda mi leche para ti.
Su polla estallaba dentro de mí y la sentí escupir una y otra vez hasta que los huevos de Salvador quedaron completamente descargados.
Después, cayó rendido sobre mi cuerpo.
Su peso me fue clavando la anatomía contra el suelo. Pero no me atrevía a moverme por temor a despertarle.
Pasó una hora larga hasta que pude quitármelo de encima. Tomé  los cojines del sofá y los tendí en el suelo del recibidor. Como pude, y siempre temeroso de despertarle, logré que su cuerpo rudo descansara sobre ellos. Después lo tapé con una manta. Miré el reloj que había en el salón: eran las cinco de la mañana y en tres horas entraba a trabajar. 

A la mañana siguiente, en la oficina, con los detalles del préstamo personal de Salvador en la pantalla del ordenador, pulsé el ok que daba la orden de que las cuotas de su préstamo fuesen cargadas a partir de ese día en mi cuenta. Sin ninguna duda, había enloquecido.




III



Había adquirido una rutina no hablada con Salvador: cada atardecer acudía a la taberna donde él jugaba sus partidas de cartas con otros campesinos. Me presentaba en el local, pedía un café y me sentaba solo en una mesa a leer el periódico o rellenar crucigramas. Salvador jugaba al tute. De vez en cuando levantaba la cabeza y me observaba. Y no cejaba hasta que le devolvía la mirada. Cuando ya casi todo el mundo se había ido, Salvador se levantaba, pagaba lo suyo y se marchaba. Yo hacía lo propio y le seguía. Si tomaba la dirección hacia su casa, me daba por enterado que no debía de seguirle ni un metro más. Por el contrario, si tomaba el camino hacia las cuadras, tenía que estar preparado para cualquier cosa. Con él todo era incertidumbre y me tenía en un estado de alerta perpetuo.
Una semana que no acudí a la taberna mencionada durante dos días por motivos de trabajo, Salvador se me presentó en la oficina y solicitó hablar conmigo en el despacho.
-¿Qué ha pasao? –me preguntó rascándose la barba hirsuta con aparente calma.
-He tenido que quedarme un par de tardes para cuadrar unos balances –contesté seguro de mi excusa.
Salvador se encendió uno de sus cigarrillos sin filtro. Tuve el impulso de recordarle que en la oficina no se puede fumar, pero no me atreví y cerré la boca.
-¿Y qué es eso del balance? –preguntó con cierta ingenuidad mientras se metía una mano en la cinturilla del pantalón de faena.
Tomé de la mesa el documento que tenía preparado para enviar a la central y se lo mostré.
Lo tomó entre sus encallecidas manos como si fuese un entendido en la materia. Su gesto me hizo gracia y se me escapó una ligera sonrisa. Salvador la vio.
-¿De qué te ríes?
-De nada –dije cortando de raíz la sonrisa.
-De nada sólo se ríen los tontos. ¿Tú eres tonto?
-No –contesté con un principio de nudo en el estómago.
-Si no eres tonto, te habrás reído por algo; digo yo.
-No sé por qué me he reído, Salvador –me defendí con el miedo subiéndome por la espalda.
-¿No? – dijo clavando su oscura mirada en mis ojos dubitativos- Pues yo creo que sí; pero me lo ocultas –y dio otra calada al cigarrillo soltándome el humo contra la cara.
-Te equivocas, Salvador –repliqué angustiado.
Sin más preámbulos, estrujó el documento entre sus manos, me agarró por la nuca y me la metió en la boca.
-¡Mastícala! –me ordenó con furia queda.
Le obedecí aterrado por su agresividad.
-¿A que sabe a embuste?
Tuve que asentir. Todo mi cuerpo temblaba. Y en cualquier momento podía entrar alguien y descubrirnos.
-Seré de pueblo pero no soy idiota. Te has reído de mí porque te crees que no entiendo nada de tus cosas del banco.
En la boca tenía sabor a tinta y papel.
-¿Te crees más listo que yo? –continuó Salvador- ¿Crees que me puedes faltar al respeto cuando te venga en gana? ¡Contesta!
Para replicar me saqué el papel de la boca. Salvador me agarró la mano con la que me había desecho del húmedo bolo al que se había reducido el balance y me lo volvió a meter en la boca.
-¡Trágatelo! –y me tapó la boca y la nariz con sus fuertes manos.
Al borde del desfallecimiento, me tragué el bolo entre arcadas. Lo noté bajar trabajosamente por el esófago. En mi estómago descansaba el esfuerzo de dos días de ardua labor.
-Me has hecho dejar la faena a medias para venir aquí a enterarme por qué no te has presentao en la taberna. Y después te burlas de mí –y me atizó una bofetada que me dejó tambaleándome y con un fuerte pitido en el oído.
-Esto no funciona como debe –dijo con tristeza- Me he equivocao contigo.
Ver a Salvador decepcionado me arrastró súbitamente a la antesala de la desesperación. Mi barbilla  tembló y mis ojos se congestionaron con lágrimas.
Salvador tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con el pie sobre la moqueta. Se metió ambas manos en los bolsillos del pantalón de faena, la tela se estiró al máximo y se marcaron sus muslos y su enérgico trasero.
-Por favor…-es todo lo que llegué a balbucear. Pero él ya no hizo caso de mis palabras y salió del despacho cabizbajo no sin antes dirigirme una mirada desde el más profundo de los pesares.
Me refugié en el baño a dar rienda suelta a mis torturadas emociones. Suplicaba  a cualquier Dios que pudiera escucharme que me ayudase a arreglar esa situación. Pero no se me ocurría cómo y además tendría que rehacer los balances perdidos.
Tras una mañana infernal en la que me reprochaba una y otra vez la maldita sonrisa que se me había escapado, recordé que tenía en casa un portátil algo antiguo y que no había usado en los tres meses largos que llevaba en el maldito pueblo porque no me habían puesto todavía línea telefónica y carecía de acceso a la red. Con tan liviana herramienta me presenté en la taberna al atardecer. Salvador tardó en llegar y parecía con el humor bastante torcido y dio malas contestaciones a sus colegas de partida durante el juego.
Mientras, yo trabajaba en el ordenador rehaciendo el documento que había engullido esa mañana. Me costaba concentrarme y de continuo levantaba la vista pero nunca encontré su mirada. Conforme pasaba el tiempo, más seguro estaba que lo que fuera que tuviese hasta el momento con ese hombre, se había terminado.
Como siempre, al filo de las diez de la noche, los jugadores abandonaron la partida; unos se pusieron a hablar con otros parroquianos y otros  se fueron a sus casas. Pero Salvador continuaba con las cartas en las manos, cabizbajo. Se puso a hacer un solitario y pidió una copa de coñac.
Por mi parte, había rehecho el balance superando todos los obstáculos y sólo tendría que imprimirlo a la mañana siguiente. Sin nada que hacer salvo esperar, los nervios se adueñaron de mí con rapidez. Me levanté y le pedí al tabernero una copa de licor de manzana. A mi espalda, alguien se burló:
-¡Vaya mariconada!
Era la voz de Salvador. El tabernero me miró como diciendo: no haga usted caso. Tomé mi copa para volverme a mi sitio. Pasé junto a su mesa y me puso la zancadilla. Vertí todo el licor al suelo. Los pocos clientes que aún permanecían en la taberna se quedaron expectantes.
Me volví con intención de recriminarle, pero en cuanto mis ojos se posaron en los suyos, desafiantes e inyectados en sangre, quedé mudo y terminé musitando una disculpa por mi torpeza.
El tabernero salió de la barra con una bayeta para limpiar el líquido derramado.
-¡Que lo limpie él¡–dijo Salvador apurando su coñac.
Me volví al tabernero y le pedí que por favor me dejase limpiarlo a mí.
-De ninguna manera –contestó el hombre.
-Por favor, por lo que más quiera: déjeme a mí –le insistí.
Todos me miraban menos Salvador, que se levantó, pisó por donde yo estaba limpiando, pagó su consumición y se largó. Me quedé con el corazón en un puño.
Cuando terminé de limpiar, el tabernero quiso servirme otra copa por cuenta de la casa. La rehusé con la mayor amabilidad de que fui capaz; recogí mi portátil, me puse la cazadora y salí de la taberna en busca de Salvador.
Corría esa noche un viento frío que había dejado completamente desiertas las calles del pueblo. Me abroché aún más la cazadora y eché a caminar en la dirección que Salvador solía tomar. A los pocos metros, llegando al abrevadero, lo encontré con un pie apoyado en el borde de la fuente, bajo un farol de luz mortecina que oscilaba con la fuerza del viento creando un juego de sombras que iban y venían. A pesar del frío, permanecía allí, tranquilamente, con sólo su camisa de franela, fumando otro cigarrillo. Los pantalones parecía que fueran a reventar por la presión de los músculos de sus piernas y nalgas. Volvió la cabeza y me vio. Me quedé quieto, esperando. Fumaba con toda la calma del mundo. El frío me atenazaba. Lentamente caminé hasta situarme a sus espaldas. Una ráfaga de viento nos azotó y revolvió mi cabello grisáceo. Pensé en hablar pero no me atreví.
Salvador arrojó el cigarrillo al agua del abrevadero y caminó en la dirección que tomaba todas las noches. Le seguí. Llegó a la bifurcación  de calles: si cogía la de arriba, se marchaba a su casa y allí terminaba todo; si la de abajo, la noche sería ajetreada. Se detuvo, las manos en los bolsillos, el prominente trasero bien marcado, la espalda firme.
Yo, a esas alturas, ya no sabía qué deseaba. Algo me decía dentro de mí que decidiera lo que decidiese, nada sería bueno para mí. Pero tomé una iniciativa como no lo había hecho nunca: me situé a la entrada de la calle de abajo, la cabeza agachada, y esperé. Escuché sus pasos acercarse lentamente en mi dirección. El corazón me latía sin orden ni concierto. Los pasos se alejaron de mí calle abajo. Esperé a que el sonido se hubiese perdido. Levanté la cabeza y ya no vi a nadie. En el cielo, la primera luna llena del otoño me bañaba con su luz húmeda. Tomé el camino que ya conocía de otras veces, hacia el lugar que llamaban las cuadras porque allí se juntaban los establos, los graneros y  los almacenes de las casa del pueblo que no los tenían adosados. Llegué a la puerta de su cuadra. Estaba levemente entornada y con todo el sigilo de que fui capaz, la traspasé y la cerré detrás de mí.
No había ninguna luz encendida, pero la luna entraba por los ventanales y las claraboyas. Olía a estiércol y a pocilga. El olor me traía el recuerdo de los tres o cuatro encuentros que habíamos tenido en el lugar. Sentí cómo mi sexo se hinchaba.
En la oscuridad, un fósforo se prendió. Su llama iluminó las facciones de Salvador que se encendía uno de sus cigarrillos sin filtro. Me acerqué hasta un claro de luna con la forma cuadrada del ventanal sin cristales por donde entraba su luz.
-¿A qué has ido a la taberna? –me preguntó con voz sosegada.
-No sé –contesté inseguro.
-Tú nunca sabes nada –me reprochó- Y eso se tiene que acabar.
Salvador comenzó a caminar alrededor de mí, pero siempre protegido por la oscuridad. Para mí su presencia se reducía a una sombra inquietante de la que sólo me llegaba la voz y el brillo de la brasa de su cigarrillo.
-¿A qué jugabas con el ordenador? –me demandó.
-No jugaba –repliqué en mi defensa- Trabajaba. He rehecho los balances que me he tragado esta mañana –y saqué del bolsillo de mi cazadora el pendrive en los que había almacenado los datos- Todo está aquí.
Salvador extendió su mano derecha hacia mí. Puse el dispositivo en su mano. De repente, con un movimiento brusco de su brazo, lanzó el dispositivo hacia la oscuridad. Al instante, los cerdos se quejaron. Su gesto me hizo temblar no sé si de rabia o de dolor.
-¡Vaya, se me ha caído! –dijo dando una calada a su cigarrillo- Habrá que ir a buscarlo.
Con su última frase entró en la zona iluminada por la luna. Se plantó frente a mí. Sentí la proximidad de su cuerpo siempre cargado de un fuego que me consumía. No me sentía con fuerzas para mantenerle la mirada y agaché la cabeza frente a su poderío físico.
-Iré a buscarlo –dije resignado.
Iba a encaminarme hacia el lugar donde supuestamente habría aterrizado el dispositivo cuando uno de sus pies me piso con toda la violencia de que era capaz. Sentí un fuerte dolor pero no solté ni la más leve queja.
-No puedes ir vestido. Se ha caído en la pocilga. Si entras como vas, echarás a perder tu ropa de gilipollas de ciudad.
-No me importa –repliqué.
Volvió a machacarme el pie con la fuerza de otro pisotón. Esta vez no pude reprimir retorcerme con el dolor.
-La cosa no va de lo que a ti te importe. La cosa va de lo que a mí me importe. No sé si te has dao cuenta –me habló impaciente.
Lentamente me desprendí de la cazadora, el jersey de marca, la camisa, los zapatos, los pantalones y el slip. Hacía frío y la piel se me erizó. Salvador apartó mi ropa a patadas dispersándola por la oscuridad. Sacó una linterna y señaló el cercado donde media docena de cerdos se movían inquietos desde que su dueño los había molestado.
-Ya puedes empezar –añadió.
La congoja que sentía en mi pecho no la puedo describir ¿No hubiera sido mejor darme la media vuelta y salir de la cuadra? Era lo razonable. Pero en presencia de Salvador mi personalidad sufría una metamorfosis incontrolable. Y él lo sabía.
Caminé hacia la pocilga iluminada por la linterna y salté el vallado. Los cerdos acogieron mi invasión con gruñidos y más inquietud. El olor me destruía el olfato. Pisé la masa viscosa mezcla de heces y restos de pienso e inmundicias. Uno de los cerdos me empujó rabioso. Grité como si fuese una damisela en apuros. Recibí en fuerte golpe con un objeto largo y flexible que me dejó la piel escocida. Me revolví dolorido. Salvador sujetaba un sarmiento en la mano derecha.
-¡Busca! – me ordenó.
Los cerdos no paraban de moverse, de rozarme con sus pieles manchadas. Resbalé y caí al suelo. Allí recibí un nuevo golpe de sarmiento, esta vez en los muslos.
-No tenemos toda la noche –me presionaba Salvador.
Traté de levantarme pero volví a resbalar en ese suelo nauseabundo. Para no caerme otra vez me sujeté a uno de los cerdos, el de mayor tamaño, que se revolvió contra mí y me atacó. Me puse a resguardo subiéndome encima del comedero de pienso; mi peso lo volcó y el estrépito acabó desquiciándome. Recibí una buena sarta de golpes de sarmiento mientras Salvador me calificaba de inútil y basura.
Acabé tirado en medio de la pocilga, los cerdos pisoteándome y el cuerpo completamente embadurnado por repugnantes fluidos. Los golpes no cesaban de llegarme de la mano del campesino al que jamás debí de mirar a la cara. En ese instante sentí que mi vida podía terminar allí perfectamente. Me abandoné a un llanto convulso y lleno de rabia. Al instante la luz de la linterna desapareció. Sólo oía gruñidos. En la boca tenía sabor a sangre y a mierda. Y cuando estaba dispuesto a abandonarme a la autocompasión, volvió la luz de la linterna y un chorro de agua helada impactó contra mi cuerpo. La impresión me dejó sin respiración y con el gesto completamente desencajado. Traté de huir del agua pero no había lugar donde protegerme. Acabé arrinconado y suplicando el fin de aquello. Mi voluntad estaba completamente quebrada. Pero quizás no sea exacto en mi apreciación pues se puede hablar de voluntad cuando hay una personalidad que la sustenta. Sin embargo, en ese momento, yo no poseía personalidad alguna; estaba siendo tratado como un cerdo; no era nada; me hubiera parecido lo más natural que me sacaran de allí para tumbarme en una mesa de sacrificio y que Salvador me clavase en la garganta el cuchillo ceremonial hasta dejarme exangüe.
Por fin cesó el agua. Mi temperatura corporal se había esfumado. Tiritaba. Salvador se acercó hasta mí linterna en mano. Se sacó el pendrive de un bolsillo y me lo puso en una mano. El dispositivo estaba completamente limpio; no lo había lanzado a la pocilga; todo había sido un engaño.
Con el ánimo intacto, mi respuesta hubiera sido: eres un hijo de la gran puta. Pero mi ánimo simplemente no estaba. Cuando recibí el pendrive musité un gracias que Salvador me premió con una leve sonrisa paternal.
-Anda, ve y vístete –me dijo.
Le obedecí preso de una tiritera como nunca había sentido, pero cuando llegué al lugar donde supuestamente debían de encontrarse mis prendas, no las vi. Salvador se percató de mi zozobra y me dijo que las había juntado todas y que las podría encontrar en el montón de paja que se acumulaba al otro lado de la cuadra. El viento frío que se colaba por todas partes amenazaba con provocarme una pulmonía o dolencia aún más grave. La luz de la linterna de Salvador me indicó el lugar exacto donde se acumulaba la paja. Hasta ella me acerqué. A tientas traté de localizar la ropa pero no encontré nada. La urgencia me impedía buscar con la suficiente eficacia.
-¿No la encuentras? –dijo Salvador a mis espaldas.
-No -respondí con un hilillo de voz.
-Ponte mi camisa mientras la encuentras.
Me rodeó con sus brazos para ponerme su camisa de franela. El calor de su cuerpo me reconfortaba.
-No –protesté con las pocas fuerzas que me quedaban- Huelo mal, huelo a…
-A animal –y aspiró profundamente el apestoso aroma de mi piel. Dejó que la linterna cayera al montón de paja y me atrajo contra su torso desnudo. Las huellas de los golpes de sarmiento me escocían a su contacto.
-No vuelvas a engañarme –dijo agarrándome el rostro.
-No –aseguré con total convicción. Sus manos bajaban por mi machacado cuerpo. De nuevo esa adictiva sensación mezcla de placer y dolor entre sus brazos. Mi sexo despertó. Con la incertidumbre de cómo sería recibido mi gesto, acaricié su entrepierna. Tenía la polla crecida bajo el pantalón de faena. Me pregunté cuánto tiempo llevaría tiesa; si durante cada minuto transcurrido desde nuestra llegada a la cuadra, no habría permanecido dura como los postes que sujetaban la valla de la pocilga.
Inopinadamente, me dio la vuelta. Con sus dedos repasaba cada uno de los golpes plasmados en mi piel. El daño que me producía le aproximaba más a mí.
Dejó caer sus pantalones  y su polla de glande húmedo se posó contra mis nalgas. Continuó con el repaso. Mi estremecimiento aumentó. Jugueteó con esa tranca venosa contra mi esfínter. Al poco, la tenía dentro de mí. Con las uñas arañaba encima de cada latigazo. Los espasmos de mi cuerpo apretaban su polla en mis entrañas y ese gesto le estremecía de placer.
-Retuércete de dolor cuanto quieras –me dijo al oído- Retuércete.
Una de sus manos situada en mi pecho, con las uñas hundidas en mi carne, me lo cruzó con lentitud desgarrando la piel. Manaron minúsculas gotas de sangre. Salvador gozaba como nunca lo había visto hasta entonces. Me arrastró consigo hasta el montón de paja. Me cogió los huevos y los presionó con todas sus fuerzas. El dolor era insoportable y yo luchaba por escapar. Pero mis intentos de fuga le provocaban un mayor entusiasmo en sus enculadas. Me giró la cara y buscó mis labios. Los agarró entre sus dientes. Tan pronto los besaba como los masticaba. Mi polla estaba tiesa por completo. Y sin saber cómo, empecé a correrme. No sé cuánto estuve soltando a pequeñas oleadas mi lefa, pero cuando Salvador me soltó en el culo todo lo que sus cojones de macho dominante eran capaces de fabricar, yo aún seguía preso de esas pequeñas oleadas interminables.

Amanecí entre la paja de la cuadra. Mi ropa estaba amontonada a mi lado sobre el portátil y el pendrive encima de ella. Examiné con detenimiento el lugar. Un pensamiento me asaltó: no ir al trabajo esa mañana ni nunca más. Y quedarme allí, entre los animales…entre los cerdos; con un único propósito en mi vida: Salvador.



IV


El anís y el coñac se mezclaron en idéntica proporción hasta que la copa estuvo generosamente servida. Su mano, grande y callosa, agarró la copa y la llevó hasta esos labios carnosos y sensuales que tanto adoraba sentir sobre mi piel. Se había repasado la barba y a la sazón su rostro moreno aparecía con un aspecto menos agreste. Pero su mirada oscura permanecía intacta en su efecto turbador.
-¿Quién es ese hombre que te  mira como si hubieras asesinado a toda su familia? –me preguntó mi octogenaria madre, que había venido a visitarme a ese pueblo perdido donde la entidad financiera para la que trabajo me había destinado.
Mientras buscaba una respuesta a su pregunta, di un sorbo a mi taza de chocolate, dulce por el que mi progenitora siempre ha sentido debilidad; por tal causa la había sacado esa fría tarde de diciembre de casa, para que lo disfrutara en la cafetería más importante del pueblo inaugurada apenas un año atrás junto al ayuntamiento. Después tomé con los dedos un poco del bizcocho con el que acompañábamos el chocolate y me lo llevé a la boca. Levanté la mirada y encontré la de Salvador: Era la llamada de un dios poderoso y atávico que no atendía  otras razones que sus propias necesidades. Alzó su copa en señal de saludo y yo asentí con la cabeza dándome por enterado de su salutación. Apoyaba contra la barra su firme cuerpo de campesino ataviado todavía con la vestimenta de faena. Sujetaba sus sempiternos pantalones azulones un viejo cinturón de cuero cuyo extremo pendía en exceso por delante de su bragueta. Su mano izquierda jugueteaba con el fragmento colgante: lo acariciaba, lo alzaba, lo estrujaba. Mi sexo se movilizó con el juego. Sentí rabia por mi debilidad.
Cuando mi madre me comunicó, quince días atrás, que vendría a visitarme, hablé con Salvador de ello.
-No te veré durante una semana –le advertí mientras se subía aquellos mismos pantalones tras una sesión de sexo en mi casa.
Se sacó una mucosidad reseca de la nariz, hizo con ella una pelotilla y me la arrojó a la cara; quedó pegada en uno de mis labios.
-Tú sabrás –fue toda su respuesta; y se largó dando un portazo.
Quise entender que comprendía mi situación durante esa semana; pero al verle en la novísima cafetería donde él no ponía los pies jamás, tuve dudas de que hubiera aceptado la interrupción, por ese lapso, de lo que fuera que nos uniera.
-¡Qué hombre! –opinó mi madre sobre Salvador- Asusta mirarle.
El agarró su copa y lentamente se aproximó a nuestra mesa sin dejar de juguetear con el extremo de su cinturón.
-Buenas tardes –saludó con voz áspera que trataba de ser amable- ¿Puedo acompañarles?
El corazón me latía desbocado: el peor de los escenarios que pudiera imaginar en la más terrible de mis pesadillas, comenzaba a tomar cuerpo.    
Asentí y Salvador tomó asiento con nosotros. Hice las presentaciones con la voz tensa. De él dije que era un cliente del banco y mi madre lo recibió con desconfianza.
Se hizo un incómodo silencio que mi madre rompió con una hábil pregunta.
-¿Y aquí a qué se dedican, al secano o al regadío?
La pregunta sorprendió  a Salvador: La anciana sabía por dónde se andaba.
-Yo también soy de pueblo –añadió mi madre con  expresión astuta.    
-Así que nuestro banquero tiene raíces campesinas –replicó Salvador pasándome un brazo sobre los hombros y zarandeándome en un gesto que pretendía ser amistoso.
-Joven, usted ni siquiera había nacido cuando servidora tuvo que salir de su casa a servir en la ciudad, a una casa muy pero que muy buena.
Y allí mi buena madre comenzó a desgranar su pasado de inmigrante rural. Salvador, hábil, hacía como que le prestaba atención, pero bajo la mesa no dejaba de rozar sus fuertes piernas contra las mías. Yo notaba el calor que desprendía su cuerpo y su aroma de hombre que no se ha lavado después de todo el día trajinando. El largo extremo de su cinturón caía una y otra vez sobre mi muslo; sin poderlo remediar, la polla se me puso tiesa. Atrapé el extremo del cinturón con las mismas ganas que si se tratara del irresistible sexo de ese hombre. Entonces los ojos de mi madre se clavaron en los míos con, al menos  yo lo creí, una mirada interrogadora. De inmediato solté el cinturón y aparté mis piernas del contacto con las del campesino.
El pánico se adueñó de mi ánimo en pocos segundos y me levanté de golpe, la respiración agitada y el rostro blanco como la cera.
-¿Qué te ocurre, hijo? –me preguntó mi madre preocupada.
La miré con ganas de abrirle por completo mi corazón, pero los oscuros ojos de Salvador me callaron las intenciones y me disculpé para ir al baño.
Frente al espejo, me reproché no ser capaz de poner freno a cuanto estaba ocurriendo entre ese gañán y yo. ¿Cómo le consentía que irrumpiese en lo más sagrado que he tenido durante toda mi vida, mi relación con mi madre a la que siempre he profesado una adoración sin límites? ¿Por qué no era capaz de salir del baño, llevarme a mi madre y dejarle plantado?
Vomité todo el chocolate y el bizcocho que había consumido mientras me llamaba una y otra vez cobarde. Tras conseguir algo parecido a cierta calma, salí del baño para encontrarme con una noticia:
-He pensao –habló Salvador con luces torvas en su expresión- que la señora se merece probar el mejor chocolate que se hace en este pueblo, que es el de mi hermana, y no la mierda que hacen en este local pa señoritos. Y que sea mañana mismo.
Sentí vértigo con la invitación y ya tenía preparada una excusa alegando la salud de mi anciana madre cuando ella se adelantó.
-Me gustará comprobar si es verdad lo que acaba de decir o es usted un fantasmón, joven.
Salvador sonreía forzadamente, mi madre lo medía con la mirada y yo quería morirme ahí mismo.


No pude dormir esa noche. Tan pronto me perdía en la invención de mil disculpas para sortear esa maldita invitación como fantaseaba con averiguar el oculto propósito de tan inesperada cita. Me movía en la ambigüedad y por tal motivo, llegué a la madrugada sin ninguna decisión firme. Exhausto, constaté que, una vez más,  me encontraba en las manos de Salvador. Cualquier rebelión contra lo que él había marcado era inútil. Sólo me quedaba descubrir el precio a pagar.

La hermana de Salvador, de carnes excesivas y andar renqueante, había enviudado diez años atrás. Le quedó  un hijo y un patrimonio exiguo. Gracias a Salvador, ese patrimonio había ido a más y al hijo lo tenía estudiando en un internado en la capital de la provincia. La mujer nos recibió con toda su cordialidad y nos sirvió el chocolate prometido acompañado de unas rosquillas que ella misma había horneado. Mi madre lo degustó con paladar crítico hasta que tuvo que rendirse a la evidencia de que, en efecto, Salvador tenía razón.
La casa, rústica y limpia, era acogedora. Tomamos el chocolate en una cocina-comedor bien caldeada por el fuego generoso de una chimenea de paredes de piedra.
El único que no se sumó a la ingesta del excelente chocolate fue nuestro anfitrión, que había sacado una botella de un licor que destilaban en el pueblo  y que bebía como si de agua se tratara. Su nombre lo decía todo: levantamuertos.
-Este es el hombre que me arregló lo del préstamo –le decía a su hermana, que miraba con cara de preocupación la botella de la que se servía Salvador- Ponle más chocolate, que se lo merece.
Y la mujer, obediente, me volvía a llenar la taza.
Pasaron los minutos y el peso de la conversación acabó por llevarlo mi madre, que se puso a referir anécdotas de su aldea natal, seguidas con gran atención por los dueños de la casa. La velada estaba tan entretenida que incluso me olvidé de mi inquietud por esa visita de cortesía. Hasta que Salvador le dijo a su hermana:
-Enséñale a la señora las labores de ganchillo que haces.
-¿Ganchillo? –dijo mi progenitora como si entrara en éxtasis- ¡Con lo que siempre me ha gustado a mí el ganchillo! Lo que pasa es que ya no tengo ojos ni manos para ello. Pero enséñeme las suyas, por favor.
La hermana de Salvador sacó toda suerte de labores: cobertores, manteles,  mantillas, pañuelos, echarpes…Yo no daba crédito, y mi madre se sintió maravillada por aquel despliegue.
-Como esto es más cosa de señoras, el banquero y yo vamos a ver otras partes de la casa –dijo Salvador agarrando la botella y un par de vasos.
De golpe recuperé toda la preocupación de la que me había olvidado.
Lo seguí por la casa en silencio, cual reo resignado a su suerte. Pero mientras caminaba tras él, mis ojos se recreaban en el rotundo trasero que la naturaleza le había regalado y que el tiempo y los trabajos en el campo habían perfeccionado.
Llegamos a unas escaleras de madera que se perdían en una trampilla abierta en el techo. Con un gesto de la cabeza me indicó que subiera. Los ojos los tenía inflamados por la ingesta de levantamuertos. Las voces de las mujeres llegaban hasta nosotros desde el comedor-cocina donde nos habían recibido. Comencé a trepar pero me detuve. Quería decirle que no me parecía buena idea. Sin embargo, un cachetazo en las nalgas me obligó a retomar el ascenso y no dije nada.
Traspasé la trampilla y fui a parar a una especie de trastero abuhardillado. Salvador subió detrás de mí con portentosa  habilidad pese a todo lo que había bebido. Cerró la trampilla y la oscuridad fue completa. Como siempre que me quedaba a solas con él, sentí miedo. Oí que dejaba la botella y los vasos en el suelo de tabla. Algo estaba haciendo pero no sabía el qué. De repente se encendió  una bombilla  que pendía de un cable de electricidad tan raído que amenazaba con un cortocircuito en el momento menos pensado. La bombilla, de no más de veinte vatios, osciló de un lado para otro creando un juego tenebroso de sombras móviles. Recordé la visita a una cripta de la catedral de mi ciudad cuando era niño. ¿Sería yo el cadáver?
Salvador sirvió licor en los dos vasos y me ofreció uno.
-No bebo alcohol –dije a modo de último acto de rebeldía.
Pero mantuvo el vaso en alto  con una mueca de desprecio en el rostro hasta que se lo cogí. Di un sorbo. Aquello no era licor, era alcohol de quemar en estado puro.
-De un trago –dijo el anfitrión plantado frente a mí en desafiante actitud. Obedecí y un fuego extremo me abrasó por dentro. Salvador reprochó mi debilidad con su mirada. Me llenó el vaso de nuevo.
-Lo vas a necesitar –dijo alimentando con sus palabras mi inquietud.
-Teníamos un acuerdo –contesté con intención de que me explicase por qué no se había mantenido alejado de mí mientras mi madre me visitaba.
Por toda respuesta se quitó el viejo cinturón de cuero que le ceñía el pantalón de faena; éste cayó y apareció su sexo erecto. El cabrón no se había puesto calzoncillos.
-Ella –dijo señalándose la polla- es la que decide.
Mi voluntad se derretía frente a su sexo enhiesto.
-Bebe –me ordenó Salvador. Pero me quedé pasmado, incapaz de abandonarme a lo que mi instinto me solicitaba ante ese hombre sin escrúpulos porque las voces de las mujeres llegaban a nosotros desde alguna parte. Escucharlas me frenaba.
Un fuerte correazo que Salvador me atizó en las piernas me sacó del pasmo.
-Bebe si no quieres que te de en la cara y tengas que dar explicaciones a tu querida mamá –dijo con la seguridad de  que cumpliría su amenaza. Y bebí un vaso más, y otro, y otro… Mi falta de costumbre con el alcohol me provocó una inmediata confusión en los sentidos. Salvador estaba alrededor de mí, con los pantalones quitados y la camisa desabrochada.
-Enséñame los huevos –dijo.
Con gran torpeza en mis manos, logré sacar al aire mi ridícula polla y mis enanos cojones salpicados de canas. Salvador me los cogió con la mano y sin dejar de mirarme con expresión sañuda, echó licor sobre ellos. El escozor fue inaguantable y me retorcí de dolor. El se partía de risa con mis extravagantes movimientos en busca de algún de alivio. Cuando el escozor disminuyó y su risa cesó, dijo:
-¿Te gustaría que lo que te ha pasao a ti me pasara a mí?
Desde el suelo, donde me encontraba postrado con mi maltratado sexo al aire, negué con la cabeza. Acto seguido, se arrojó licor por el piloso torso; el alcohol descendía rumbo a su sexo; en cuanto lo vi, comprendí lo que iba a suceder y me arrojé como un poseso a impedirlo con mi boca. Cada gota de ese infernal licor que arrojaba sobre su piel la frenaba con lengua ávida. Y aunque el licor de la botella ya estaba acabado, continué lamiendo su cuerpo robusto: las axilas sudorosas, los pies sucios, el cuello de toro, el vientre bien alimentado…hasta que tuve frente a mí la polla supurando ese líquido cristalino y pegajoso que yo deseaba sobre todas las cosas; no pude esperar ni por un minuto más para tragármela  en toda su longitud. Salvador anudó su cinturón a mi garganta y apretó con él hasta que sentí que la sangre no alcanzaba  mi cerebro. Con ese gesto me separaba de su venoso sexo y yo tiraba hasta estrangularme con tal de volvérmelo a meter en la boca. El juego le divertía.
-¿Serías capaz de ahorcarte por beberte mi lefa? –me preguntó alzándome con el cinturón hasta situar mi rostro frente a su pecho de pezones negros como aceitunas.
Asentí con la cabeza porque de mi garganta no podía salir ningún sonido. Sonrió con rictus de fiereza y me arrojó al suelo.
-Delante de mí sólo vas a estar como tu madre te trajo al mundo –proclamó.
Y me arrancó la ropa a zarpazos: los botones de mi camisa saltaron por los aires, la cremallera de mi pantalón quedó inutilizada, mi ropa interior sucumbió a sus potentes manos como si estuviera fabricada con papel. Finalmente  se me sentó encima oprimiendo con sus sólidas piernas mis brazos.
-Conmigo no hay treguas, no hay pactos –y volvió a tirar con fuerza del cinturón que pendía de mi cuello- Conmigo será como yo diga y cuando yo diga.
El alcohol y la falta de riego sanguíneo causado por la presión del cinturón  me hacían verle como un gigante borroso de sexo terso. Su semen goteaba sobre mi cara. Como un sediento desesperado, trataba de cazar con mis labios cada una de esas gotas refrescantes que escapaban de su cuerpo.  De repente se tumbó sobre mí, noté su polla húmeda contra mi vientre, el aliento alcohólico en mi cara, y su voz deslizándose por mis oídos:
-Algún día te arrancaré el corazón, hijo de puta –y me propinó un mordisco brutal en el pecho. Me retorcí y pateé por el daño. Mordía con tal violencia  que creí que realizaría su promesa en ese instante.
-¡Cabrón, la tienes tiesa! –me reprochó aplastando mi discreta erección con la rodilla.
Agil, se levantó y me arrastró tirando del cinturón, que permanecía anudado a mi cuello, hasta un saliente de la pared más alejada de nosotros. En el arrastre mi cuerpo se golpeó contra varios de los objetos que se amontonaban en la buhardilla y mis pantalones se rasgaron al quedar enganchados a un clavo que sobresalía del suelo. Pensé que mi hora había llegado y que jamás saldría con vida de ese lugar. Salvador aplastó el lateral de mi cabeza contra el saliente de piedra y entonces escuché con absoluta nitidez las voces de mi madre y de su hermana que continuaban absortas en una conversación interminable sobre labores de ganchillo y de bolillos.
-Están ahí abajo –dijo Salvador- hablando de lo suyo. Y nosotros aquí arriba, con lo nuestro –y me plantó un beso en la boca hasta que con los dientes me atrapó la lengua que mordió hasta que  sangré. Se apartó de mí y me estampó la cabeza el saliente, que no era otra cosa que el muro que conformaba la chimenea.
-¿Te crees que porque venga tu madre voy a dejar de hacerte lo que me dé la gana? ¿Qué crees que es esto, un parvulario? –y me agarró los cojones por debajo tirando con fuerza hacia sí. Cerré los puños para no gritar de dolor y con ellos golpeé la pared.
Súbitamente, las voces de las mujeres se acallaron. Salvador me tapó la boca con su mano y esperamos hasta que retomaron la conversación entre ellas. El campesino me encaró contra sí y puso mi mano en su polla.
-Quiero que me hagas un pajote.
Con lentitud, tal como le gustaba, empecé a menear su miembro vigoroso y excitado. El puso ambas manos a los lados de mi cabeza. Su aliento invadía mi aliento, su calor era mi calor. La voz de mi madre llegaba diáfana, tanto como la presencia apabullante de ese macho imperativo. Pero con su voz también acudían a mi mente los recuerdos: el día de mi primera comunión, con el corazón puro y el deseo de agradar por siempre a papá y a mamá; esas noches de verano sentado junto a ella mientras hacíamos planes sobre mi futuro como hombre de provecho; el día que regresé a casa con el primer sueldo del banco, mi pobre padre ya enfermo de cáncer, y la promesa que me hice de proteger por siempre a mi abnegada madre… Recuerdos de un mundo sensato, trabajador y moralmente intachable mientras el semen del campesino resbalaba por mi mano.
Las emociones se agolpaban en mi pecho en un cóctel tan contradictorio como peligroso. Salvador veía mi sufrimiento, lo olía como los animales de presa huelen el miedo en sus víctimas. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Salvador se pegó a mí colocándome la polla entre las piernas y pasó su lengua por mis  ojos húmedos.
-Ahora me perteneces. Vendrás conmigo siempre que yo quiera, esté tu madre o esté María Santísima –me decía enjugando mi llanto con su lengua.
Sin más preámbulos, me puso a cuatro patas, siempre con mi cara pegada a esa pared de piedra por la que ascendían las palabras de mi progenitora. El cinturón continuaba ahogándome en la garganta y de él tiraba  cuando se le antojaba.
-Voy a dejar que esto acabe como tú quieras –dijo mientras golpeaba con su polla húmeda la entrada de mi esfínter- Puedes elegir entre lo que piensas que tu mamá querría que hicieras o…-y me habló con voz queda y sensual- …el placer de sentir cómo te parto el culo hasta escupir mi lefa.
Las mujeres seguían concentradas en lo que parecía una conversación sin final. Y yo…yo…relajé mi esfínter y permití que Salvador me la hincase con toda su energía.
-Sí –me decía- Estás aprendiendo muy bien. Te voy a follar tanto que te vas a morir de gusto, hijo de la grandísima puta.
Las embestidas de Salvador fueron subiendo de potencia y mi polla se puso  tan tiesa que hasta me dolía. Tiraba del cinturón cortándome la respiración y la lucidez; me arrastraba hacia arriba para hincarme sus dientes en la nuca, me azotaba los lomos con el extremo del cuero como si yo fuese una mula terca que no cumple sus órdenes. Su deseo y excitación era máximo cuando se  arrojó sobre mi espalda surcada por los azotes y me folló contra el suelo de madera; las tablas retumbaban al ritmo de sus embestidas. Ya nada nos detuvo y nos olvidamos de toda prudencia. El orgasmo nos llegó como un socavón abierto repentinamente bajo nuestros cuerpos.

Entramos borrachos  en la cocina-comedor y con las ropas revueltas; en mi caso, destrozadas; no digo nada de las marcas de mi cuello ni de la baba sanguinolenta que se me escapaba de la boca a causa del mordisco que Salvador me dio en la lengua.
Las mujeres nos recibieron tensas y con el estupor en los rostros. La hermana de Salvador parecía a punto de llorar y mi madre ni me miraba. Entonces, pese a la cogorza, caí en la cuenta: de la misma manera que nosotros las oíamos a ellas, ellas nos habían oído a nosotros. Salvador se limitó a sentarse en una silla y encenderse uno de sus cigarrillos sin filtro. Yo me puse el abrigo, cogí el de mi madre y quise ayudarle a ponérselo. Rehusó mi ayuda con gesto enérgico. La entereza se me partió. Busqué con la mirada el auxilio de Salvador, pero su semblante se acultaba en medio de una nube de humo provocada por las insistentes caladas al cigarrillo. Me sentí sin nada ni nadie en quien apoyarme; la verdad se mostraba tan evidente que no era necesario que  hablásemos de ella. La pesadilla se había hecho carne y habitaba entre nosotros.

Abandonamos la casa en silencio. Ni Salvador ni su hermana salieron a despedirnos. Ofrecí mi brazo a mi madre para que caminara más segura pero me volvió a rechazar. A mitad del trayecto que nos separaba de mi casa, empezaron a caer copos de nieve. Entonces mi madre se detuvo y comenzó a llorar mientras repetía: ¡Por qué me has humillado así!
No tuve respuesta, sólo un gran pesar.

Mi madre se marchó al día siguiente sin completar la semana de visita que habíamos previsto. Ese mismo atardecer, acudí a la cantina donde Salvador jugaba su habitual partida de cartas. Allí estaba él, intacto, como si nada hubiera pasado. Me miró y yo le devolví la mirada. Dio una calada a su cigarrillo y repartió juego. Llamó al cantinero y le dijo algo al oído. Al minuto me sirvieron en mi mesa un  solysombra. Tenía dos opciones, levantarme copa en mano y arrojársela a Salvador a la cara o beber dócilmente de ella…
Bebí de ella. Y en ese momento comprendí qué era Salvador y a qué estaba obligado con él: a todo lo que hasta entonces me aterraba en la vida.






V

El día de San Blas, me encontraba en mi puesto de trabajo atendiendo a la mujer del alcalde. Sin saber la causa, sentí la imperiosa necesidad de alzar la cabeza: allí estaba Salvador, mirándome como si no hubieran transcurrido más de cuarenta y cinco días desde la última vez que sentí su aliento en mi nuca.
Se había contratado de temporero en la recogida de la aceituna; pude saber que él y otros como él, aprovechaban el parón invernal en sus cultivos y prestaban sus servicios como jornaleros allí donde los necesitasen.
No tuvo a bien comunicármelo y al principio de su desaparición creí que la causa obedecía al incidente que protagonizamos en su casa en presencia de su hermana y mi madre. Después supe que dicho incidente podía ser un problema para mí pero en ningún caso para él: su hermana le debía demasiado como para reprocharle su comportamiento íntimo.
En mi caso, el incidente seguía sin solucionarse. Mi madre toleraba mi presencia cuando algún otro de mis hermanos estaba presente pero no consentía que nos viéramos a solas. Una vez más me encontraba en cuarentena a causa de “mis actuaciones excéntricas” según mi pretencioso hermano mayor.
Despaché a la esposa del alcalde con el mayor sosiego de que fui capaz, consciente de que los ojos del campesino me observaban. Este evitó que le atendiese mi compañero de oficina y al final se me sentó delante. Ni siquiera me atrevía a mirarle a los ojos (encima de que era él quien se había pasado por los huevos toda norma de cortesía hacia mi persona, era yo el que reaccionaba como si fuese culpable de algo). Sacó del bolsillo un fajo de billetes  para que los ingresara en su cartilla de ahorro. Al cogerle el dinero nuestros dedos chocaron. Ese superfluo contacto ya me colocó en un repugnante estado de excitación. Mi sexo respondía como un termómetro innegable. Hice las operaciones oportunas para contar los billetes (mil quinientos euros en total) y extenderle el recibo del ingreso. Mientras me firmaba, noté que uno de sus pies, calzados con zapatillas de esparto, se montaba sobre uno de los míos y presionaba. Mi pulso se aceleró: era la señal de que había vuelto y que reclamaba su lugar. Sobre la claridad de mi mesa, sus manos oscurecidas por  el sol del invierno, destacaban retadoras.
Salió de la oficina con sus peculiares andares de gran primate dominante. Mi ánimo cambió de lánguido y calmo a turbulento e impredecible. Tuve que refrenarme mucho para no encerrarme en el baño y arrearme una buena paja recreándome en sus besos violentos y sus enculadas machacadoras.


Esa tarde, sin falta, me presenté en la taberna habitual de Salvador hacia las nueve; pero a pesar de que se adivinaba movimiento y jaleo en su interior, estaba cerrada. Por si acaso, insistí con la manivela; la puerta no se abrió. Me marchaba cuando llegó otro parroquiano, uno al que llamaban el boa.
El boa pertenecía a la misma quinta que Salvador; tenía el cuerpo delgado y fibroso, y el temperamento difícil. Poco agraciado de cara además de surcada por múltiples arrugas, no mucha gente le soportaba en el pueblo por su tendencia a humillar a quienes veía débiles. También se decía que pegaba a su mujer. Salvador era uno de los pocos que lo mantenía a raya porque hasta que se fueron a la mili habían llegado más de una vez a las manos con resultado desfavorable para el boa.
Llamó fuerte con sus manos grandes y nudosas mientras me calibraba con descaro;  al poco le abrió el cantinero. Entonces me enteré de que se trataba de una celebración de los que habían trabajado en la aceituna: asaban un cabrito y lo regaban con el infernal licor que se destilaba en el pueblo y que habían bautizado como “levantamuertos”.
-¿Quiere pasar? –me propuso amable el cantinero.
Rehusé alegando que no era mi celebración. Sin embargo, el hombre insistió: “Vamos, entre; le gustará. Y si alguien protesta, le decimos que es usted mi invitao” añadió guiñándome un ojo de modo amistoso.
Dentro, el ambiente era vocinglero; en el aire, el olor a la carne asada. Cuando me vieron, todos miraron con suspicacia. Se creó cierto silencio hasta que el cantinero dio la explicación pactada. Poco a poco volvieron los tonos altos y las conversaciones cruzadas. Me hicieron un hueco en la mesa que habían montado y me sirvieron en un plato. Mis ojos buscaron los de Salvador y los encontraron: despedían rayos y centellas. Las venas del cuello se le habían hinchado. Estaba a punto venir hacia mí y echarme a patadas: me había colado en un lugar demasiado sagrado, más que el hogar donde vivía con su hermana. La había cagado.
La angustia comenzó a crecer en mis entrañas. Para aliviarla me bebí de un golpe medio vaso palmero de “levantamuertos”. Cuando alcé la vista de nuevo, su actitud no me dejaba ya dudas de que de un momento a otro mi expulsión se haría realidad. Pero en estas, el boa, siempre atento a las debilildades ajenas, habló:
-¿Qué te pasa, Salvador, que no dices nada? ¿Se te ha muerto la gata o qué?
La pregunta provocó la chanza general.
-Es que hace tiempo que no me comen la polla y eso me tiene de muy mala leche –dijo con su suficiencia habitual- ¿Quieres empezar tú?
La respuesta tuvo una acogida plagada de toda suerte de comentarios obscenos por parte de cada uno de los comensales. El boa sonrió con la boca torcida y gesto de me han marcado un tanto. Pero la luz parda de sus ojos desmentía la conformidad.
-Nada, hombre: en cuanto acabemos con el cabrito, nos acercamos a La Faena y que te hagan una limpia a fondo del pistolón  -sentenció el boa.
La temperatura de los comentarios iba en ascenso. Para camuflar mi preocupación, reí alguno de los más burdos que salieron de las bocas  de aquel atajo de patanes salidos.
-¡Eh, tú, banquero! ¿También te vendrás a La Faena? –me preguntó directamente el boa levantando la voz por encima de la de los demás. El gato buscaba diversión con algún  un ratón.    
-No sé qué es eso de La Faena –contesté queriendo ser evasivo y con un hilillo de voz.
Mi respuesta fue acogida con un montón de carcajadas que añadieron incomodidad a mi perturbación.
-El club de putas de la carretera  -me aclaró el boa entre las risotadas de la parroquia.
-¡Ah,sí! –dije como si recordase en ese instante de qué se trataba y asumiendo el rol de torpe despistado.
-No…no lo tenía previsto –añadí.
-¡No…no lo tenía previsto! –repitió el boa en tono exageradamente admirativo- ¿Habéis oído qué bien habla el señor banquero? ¡No lo tenía “previsto”! ¿No será que eso de que te coman la polla te da “repelús”? –y esto último lo dijo insinuando amaneramiento con la voz. Los concurrentes le rieron la gracia con ganas, menos el cantinero que empezaba a arrepentirse de haberme colado en la celebración. Y Salvador, cuya presión arterial amenazaba con explotarle las venas de las sienes.
Herido, apuré el vaso de licor que tenía sobre la mesa e hice ademán de levantarme para marcharme.
-¿Adónde vas? –gritó el boa.
De repente se hizo un silencio expectante. A los jornaleros se les había dibujado en el rostro una sonrisa ansiosa de diversión pendenciera.
-Si has entrado aquí tendrás que aguantar todo el cachondeo que nos dé la gana. La cosa es siempre así. ¿O no? –concluyó pidiendo el refrendo del resto.
Hubo un asentimiento general pero se escapó alguna risita que me ponía en aviso de que la cosa no era exactamente como él la explicaba.  
-Siento haberme metido en una fiesta que no es la mía. Pido disculpas –dije con voz nerviosa.
-Nada, nada: quedas disculpao ¡Toma y come! –dijo el boa arrojándome un trozo de cabrito encima del plato cuya salsa grasienta me salpicó en la cara. Las risotadas que siguieron de los reunidos aún las escucho en mis peores pesadillas. Salvador se tapó los ojos con las manos. Nada de lo que estaba ocurriendo le hacía la menor gracia.
Me limpié y comencé a comer del trozo que el boa me había añadido al plato. Deseaba que el suelo se abriese a mis pies y desaparecer de esa condenada taberna.
–Aún no nos has contestao si te gusta que te coman la polla –insistió el boa una vez que las risas de los demás se acallaron- Porque ¿a ti qué te gusta?
-Fregar el suelo de la taberna –contestó otro de los comensales.
El estallido de carcajadas fue tal que incluso alguno tuvo que levantarse de su asiento para reírse todo lo a gusto que necesitaba. El veneno del comentario  aludía a la ocasión que tiré el contenido de una copa al suelo y le pedí al cantinero ser yo quien lo limpiara porque así lo había ordenado Salvador.
Cuando las risas se calmaron, el boa insistió en su pregunta:
-¿Hay respuesta o… nos la imaginamos?
Salvador se encendió un cigarrillo; se pasaba la mano por la hirsuta barba una y otra vez.
Todos me miraban. Querían que mi vida más íntima quedase expuesta a su curiosidad y a sus críticas si fuera necesario Las caras de aquellos palurdos a la espera de una buena ración de carnaza que llevarse a la boca, me repugnaban.
-Bueno, ya vale –dijo Salvador apagando el cigarrillo en el plato de su comida.
-¿Por qué? –contestó el boa animado por la bebida- ¿Por qué tú lo digas?
Los dos hombres cruzaron miradas más propias de una pareja de papiones desafiándose por la supremacía de la manada que de personas civilizadas. La tensión se tornó insoportable. Decidí decir lo primero que se me ocurrió y desviar la atención:
-Lo que me gusta no se ofrece en un club de putas.
Mis palabras levantaron revuelo. Salvador me miró con ojos desorbitados. Me estaba metiendo en un jardín del que no tenía ni la menor idea de cómo salir.
-¿Y ya está? –le oí decir con desprecio al boa, que después apuntilló: A lo mejor estos de la capital han inventao cosa nueva en la jodienda y nosotros, los del campo, sin saberlo.
Hubo una vez más regocijo general con el comentario. Salvador se sirvió más licor sin perderme de vista.
-¿Y qué es eso que hacéis los de la ciudad que ni las putas lo conocen? –insistió el boa, que no perdía de vista lo mal que lo pasaba Salvador con el interrogatorio a que me tenía sometido.
De nuevo las miradas se posaron en mí. 
-Lo que me gusta...-dije con la respiración entrecortada por la tensión- …he conseguido que me lo dé alguien de este pueblo a quien pago puntualmente todos los meses.
Al acabar mis explicaciones, quise dar un trago al licor que tenía servido en mi vaso;  las manos me temblaban tanto que casi no acierto a llevármelo a la boca.
Entre los lugareños se hizo un tenso silencio. Levanté los ojos y vi los de todos con expresión de asombro. Ya no me miraban sólo a mí, también se miraban entre ellos. Alguien pasó por la calle junto a la cantina y se pudo escuchar la conversación que llevaba. Salvador apretaba con fuerza su vaso; si continuaba presionándolo de esa manera le estallaría en la mano.  
-¿Y quién es… la puta? –preguntó el campesino adjudicando, hábilmente, un sexo al anónimo personaje.
-Para mí no es ninguna puta –dije sin apartar mi vista de la suya en un acto de complicidad- Me cobra porque lo necesita. Por lo demás, se trata de una persona con una reputación que preservar y me van a permitir que no cuente nada más.
-¡Y  una mierda! –saltó el boa-  Esto se tiene que aclarar.
-¿Está casada? –preguntó el cantinero.
-Por favor, no insistan –me defendí.
El boa tiró una silla al suelo y me llamó hijo de puta. Unos y otros me exigían un nombre; me increpaban, me amenazaban, me tiraban todo lo que encontraban sobre la mesa… pero me mantuve firme en mi negativa a revelar su identidad. Salvador bebía, fumaba y me observaba mientras meneaba negativamente la cabeza en claro gesto de que ya todo estaba perdido.
Por otra parte, mi silencio sólo sirvió para alimentar la conjetura: entre todos los asistentes, y siempre a grito pelado y la indignación como brújula de sus ideas, compusieron una historia de infidelidades encubiertas de una mujer del lugar, casada, de reputación aparentemente intachable y que se lo montaba, a cambio de dinero, con el forastero recién llegado al pueblo. Y que entre los dos practicaban un sexo tan desenfrenado que ni en los prostíbulos eran capaces de ofertarlo.
En minutos, la sombra de la más perniciosa de las sospechas se había extendido a todas las féminas de la población; y sobre los maridos, el oprobio de ser tenidos por cornudos. Todo un culebrón al que sólo le faltaba los nombres de los protagonistas.
Entonces el boa dijo: “Esto no puede quedar así”
Los asistentes se miraron y hablaron entre ellos. Salvador se mantenía al margen sin quererme mirar. Fumaba un cigarrillo detrás de otro. Su evidente preocupación me llenaba de terror.
Cuando quise darme cuenta, los jornaleros parecían haber llegado a algún tipo de trato y poco a poco desfilaron hacia la puerta de la cantina. El corazón me latía con fuerza. Sentí miedo.
Al final quedamos el cantinero, el boa, Salvador y un servidor; los dos campesinos en un extremo de la mesa, el cantinero y yo en el otro.
-Márchate, Salvador –le dijo el boa.
Por toda respuesta, se sirvió más licor y se encendió su enésimo cigarrillo.
-Echame –le contestó.
-No va contigo; tú no estás casao.
-Mi hermana lo está.
-Tu hermana es viuda, joder.
-Bueno, pues mi prima: está casada y le vive el marido.
El boa le miró con verdadero odio; pero renunció a seguir discutiendo con él. Llamó al cantinero y habló con él aparte. Este se resistía a lo que le proponía el boa hasta que dijo en alto: “Tú sabrás si quieres conservar la clientela o que se te quede el bar vacío”.
Preocupado, el cantinero se dirigió hacia la puerta y pasó junto a mí sin atreverse a mirarme. Después escuché a mis espaldas cómo el dueño del local cerraba la puerta con llave. En el otro extremo de la mesa, el boa medía mis movimientos.
El cantinero desapareció por una puerta que había tras el mostrador una vez puso frente al boa otra botella de “levantamuertos”. Un sudor frío me bajó por la espalda.
-Creo que yo también me marcharé –dije incorporándome de mi asiento.
-Así que te gusta follarte a una del pueblo –dijo el boa antes de darle un buen trago a la nueva botella.
Busqué ayuda en los ojos de Salvador, pero sólo encontré su mirada clavada en la mesa.
-Y además, casada –añadió el boa arrugando todavía más su feo rostro.
-Estás metiendo la cuchara en el plato de otro –sentenció- Eso se paga. Y la moneda no es el dinero.
Con el miedo encogiéndome alma y cuerpo, tomé mi cazadora de ante y me dirigí a la puerta con intención de escapar del local. Una botella vacía se estrelló contra la pared a mi lado. Me volví asustado. Salvador se removía inquieto en la silla. El boa sujetaba en sus labios una sonrisa caníval.
-Quiero salir –exigí dirigiéndome a Salvador- ¿Me has oído? –le grité.
-No te pongas chulo, hijoputa –me amenazó el boa alzando una  silla.
-¡Ya vale! –saltó Salvador. El boa tiró la silla al suelo y comenzó a caminar de un lado a otro de la cantina musitando maldiciones contra Salvador.
-Quiero irme –insistí.
Salvador me miró directamente por vez primera en bastante rato. Sopesó lo que fuera en su mente y dijo:
-Tendrá que ser por  atrás –dijo señalando una puerta que se encontraba a sus espaldas.
El boa se volvió de golpe sorprendido. El rojo de la ira le teñía las facciones.
Precipitadamente me moví en dirección a la puerta que me había indicado. La empujé, cedió y la atravesé. Me encontré en una estancia estrecha. No se veía ni a dónde conducía ni qué era lo que en ella había. Olía a rancio y cerrado. Tuve la sospecha de que aquel sitio no conducía a ninguna parte. Busqué inútilmente algún interruptor. Tropecé con objetos blandos que colgaban del techo.
De golpe la puerta se abrió: Salvador y el boa, botellas de licor en mano, entraron en lo que parecía el almacén del cantinero. Salvador encendió su mechero y dio con unas velas en un estante de madera.
-¿Aún estás aquí? –me preguntó cínicamente el boa quitándome la cazadora y poniéndosela- ¡Fíjate, si es de mi talla! Me la regalas ¿verdad?
-Esto no es ninguna salida –contesté nervioso.
-¡Cáspita y recórcholis! –se mofó el fibrado lugareño- ¿Entonces crees que te hemos engañao? ¿Y por qué íbamos a hacer una cosa tan mala?
-Por favor –supliqué- dejadme marchar.
El boa me dio un potente guantazo en la cara que me arrojó contra una pared de la que colgaban de ganchos de acero toda suerte de embutidos.
-Ten cuidado, hombre. Acabas de tropezarte con mi mano –dijo burlón.
-Por favor, sólo quiero irme a casa.
La respuesta fue un nuevo guantazo, y otro, y otro más. Sangré por la nariz. El boa quiso volverme a sacudir pero Salvador le contuvo la mano.
-No me he quedao aquí para ver cómo le revientas la cabeza, capullo. Me he quedao para divertirme y lo que haces no me divierte.
-El muy hijo de puta se está follando a una de nuestras mujeres –replicó el boa.
-Me importa un pijo que se folle a una de esas zorras que tenéis por esposas –zanjó Salvador- Yo quiero divertirme a costa de este mierda. ¿Quieres divertirte tú también o no?
El boa, bastante tocado por el alcohol, me miró a mí, después a Salvador y dijo:
-¿De qué hostias hablas?
Salvador buscó alrededor iluminándose con la vela hasta que vio un cuchillo de cocina que reposaba sobre una tabla de madera; lo cogió. El boa, pese al alcohol, le lanzó una desconfiada mirada.
-Será mejor que te estés quieto por tu bien –me dijo con mirada vidriosa.
Metió el cuchillo por la cintura de mi pantalón; me estremecí al sentir el frío del metal en contacto con mi piel.
-No tenías que haber entrado, nadie te ha dado vela en este entierro –rasgó por la cintura mis pantalones. Mi frente sudaba. El boa le observaba dando tragos a su botella de levantamuertos.
Volvió a meter el cuchillo y rajó casi toda la pernera. Después con toda la morosidad de que fue capaz,  me recorrió la piel del muslo con la punta  del útil en una caricia que me rasgó superficialmente la epidermis. Al acabar el recorrido pinchó con más fuerza; del pinchazo manaron unas gotitas de sangre que tomó con la hoja del cuchillo; llevó ésta a la altura de mis labios:
-Límpialo –me ordenó.
Con la incertidumbre de lo que me haría al sacar la lengua, procedí a lamer la hoja cortante. El sabor de mi propia sangre me llenó la boca. Recorrí una y otra vez el frío acero y salté al mango de pasta oscura y a sus dedos. Los lamía como si me fuese la vida en ello. No me atreví en ningún momento a alzar la vista frente a él pero por esto mismo no perdí detalle de lo que acontecía en su entrepierna; lo que ví fue su sexo endurecido insinuándose bajo su pantalón de faena. La imagen me motivó a entregarme con más ahínco en la húmeda caricia a su mano firme y robusta.
El boa miraba la escena entre embobado y fascinado. Con una de sus manos metida en el bolsillo de su pantalón, se acariciaba el sexo.
Salvador le miró de reojo. Vio su acción y apareció una sutil sonrisa en la comisura de sus labios carnosos. Le preguntó:
-¿Te lo follarías?
El rostro del boa, a la luz de la vela, se había transformado en una máscara tenebrosa. Bebió otro trago de levantamuertos y me lo escupió a la cara.   
-Es el precio por follarse a una de nuestras mujeres –contestó brutal.
Pero Salvador le puso el cuchillo frente a la cara:
-Te he preguntado si te lo follarías no si lo violarías. ¿Entiendes la diferencia?
El boa se encontraba desconcertado. Salvador bajó el cuchillo y rozó con la punta su entrepierna. El boa le sujetó la mano. Los dos hombres volvían a cruzar sus miradas retadoras. El boa agarró el cuchillo suavemente; Salvador se lo permitió.
El boa se situó frente a mí cuchillo en mano.
-¡Por favor! –lloriqueé.
Me puso la mano en la boca y me amenazó con el arma en mi garganta:
-Vuelve a hablar y será lo último que hagas en tu vida.
Tenía ojos de perturbado. Era evidente que ese tío me degollaría si no cumplía lo que decía. Salvador recurrió a un trapo sucio que colgaba de un clavo de la pared y me lo metió en la boca.
-Así no nos molestará más –dijo.
El boa deslizó el cuchillo por la goma de mi slip y la seccionó. La piel de mi cadera derecha quedó al descubierto. El vello púbico asomaba por las prendas destrozadas. Pinchó con el cuchillo y manó sangre. La gota escarlata resbaló hasta la mitad del muslo que ya tenía al descubierto. El boa la recogió con uno de sus dedos y quitándome el trapo de la boca, me lo ofreció para que se lo limpiara. Lo hice poniendo el mayor de los cuidados. En mi boca se mezcló el sabor de la sangre con el de la piel de su dedo encallecido y de uña renegrida. El boa entraba y metía el dedo hasta el fondo de mi garganta hasta que una arcada casi me hace vomitar. Se rió con mi sufrimiento. Por el contrario, yo acabé con el rostro cubierto por el sudor. Las manos las tenía apoyadas contra la pared sin atreverme a proteger mi cuerpo con ellas.
-¡Qué fácil sería acabar con tu vida! –dijo el boa apoyando el cuchillo contra mi vientre.
Salvador le dio un empujón y le quitó el cuchillo de las manos. Entonces se lo colocó a él en el pecho sobre el corazón y le dijo:
-Tanto como acabar con la tuya.
El boa le miraba desafiante y dispuesto a todo en el estado de ebriedad y excitación en el que se encontraba. Inopinadamente, Salvador se volvió contra mí y rasgó con el cuchillo mi camisa. Mi pecho quedó al descubierto. Agarró con sus dedos uno de mis pezones, puso el filo del arma contra la piel estirada y me preguntó:
-¿Quién es “la puta” que te da lo que tú necesitas?
El metal rozaba mi carne. Negué con la cabeza mientras le miraba suplicante.
El boa me tomó de los brazos por la espalda y me los retorció salvajemente.
-Te han hecho una pregunta, hijoputa –dijo mascando las palabras contra mi oreja.
Fiel a un principio de lealtad enfermiza, mantuve la boca cerrada. Salvador resbaló el filo de acero por mi carne. La sangre brotó de nuevo. Me quejé de dolor.
El boa me tiró contra el suelo grasiento y allí me anudó los brazos a la espalda con los jirones de mi propia camisa. Sentí la suciedad pringosa fruto de la supuración de todos los embutidos que colgaban por doquier. El boa me hundió un codo en los riñones. Después bajó lo que quedaba de mis pantalones hasta las rodillas. Se sentó sobre mis nalgas y tiró de mi pelo hasta levantarme la cabeza. Salvador me miraba desde su altura con el cuchillo en una mano y la botella de licor en la otra.
-¿Tanto te importa “esa puta” que eres capaz de aguantar todo esto antes de darnos su nombre? –dijo señalándome con el utensilio de cocina transformado en arma de tortura.
Mantuve mi silencio y el boa tiró aún más de mi cabello.
Salvador se agachó hasta mí y musitó en mi oreja:
-Tu tozudez me pone.
El boa se sonrió con sus palabras y me atizó un formidable cachetazo en las nalgas desnudas y dijo:
-Este culazo va a recibir lo que se merece.
-Sujétale la cabeza –ordenó Salvador al boa mientras se incorporaba entusiasmado- Ya sé por qué no nos dice nada, porque tiene sed.
Y se desabrochó el pantalón apareciendo su sexo hinchado, venoso y siempre rodeado de la más espesa mata de vello. Tras unos segundos manó de su glande un abundante chorro de orina que fue a estrellarse contra mi rostro.
El boa, muerto de risa, me presionó en la boca para que la abriese y el chorro entrase dentro.
-Bebe, cabrón –me decía.
Aún no había terminado de orinarme Salvador, cuando el boa se desabrochó los pantalones y dejó al aire su sexo. Al verlo comprendí el porqué de su apodo: tenía la polla más larga y gruesa que había visto en vivo en toda mi vida. Y los huevos no desmerecían del cetro. La presencia de sus impresionantes atributos me había dejado sin respiración. Cuando los tuve a escasos centímetros de mi boca supe cuánto me costaría tragarme esas dimensiones ya fuese de frente o por la retaguardia. Sin mayor dilación me la metió en la boca y allí descargó cuanto su vejiga almacenaba.
-Bébetela, hijoputa –me exigía.
Llegó un momento en que la orina me salía hasta por las fosas nasales pues mi garganta no era capaz de tragar todo el flujo que su polla vertía. La orina llegó incluso a inundar mi tráquea provocándome una tos abrupta.
Quedé tumbado y tosiendo sobre el suelo encharcado de orina y mugre. La tos no me abandonaba y los dos campesinos se quedaron mirándome como a un bicho al que se piensa rematar de un momento a otro.
-A este cabrón no se le pasa la tos –dijo el boa empujándome con el pie.
-Vamos a darle un jarabe pa que se le pase –añadió Salvador.
Y me tomó de los brazos anudados a la espalda, me colgó de un gancho próximo a la pared del que pendía algo parecido a un gran trozo de panceta. No se molestó en quitar la carne y compartí percha con ella. Mis rodillas rozaban el suelo aunque no apoyaban en él. Los brazos me dolían a causa del peso de mi propio cuerpo. Salvador situó sus caderas frente a mi cabeza.
-Tengo en los huevos el jarabe que te curará esa tos –me dijo burlón- pero antes tienes que chupar hasta que salga.
El boa seguía con la máxima atención lo que salvador se disponía a darme.
-Chupa bien y te dejaremos marchar –me ofreció.
Abrí la boca y  su sexo entró hasta el fondo de mi garganta. La tos cesó. El sabor de las primeras gotas de esperma llenó  mi paladar. Mi sexo se hinchó. Me di con el mayor de los tesones a comerme esa polla por la que estaba dispuesto a sufrir cualquier disparate que a mi campesino se le ocurriera.
-Sí, ya era hora –dijo disfrutando al máximo con mis evoluciones sobre su polla.
El boa miraba y se relamía con lo que veía. Su polla presentaba los primeros indicios de erección.
-Ven, toca –le ofreció al boa- Sólo me queda por meterle los huevos en la boca.
El boa extendió la mano y comprobó lo que le refería Salvador. Aprovechando su cercanía, éste le puso su ruda mano en la polla de extraordinario calibre. El boa le miraba entre incrédulo y complacido.
-¡Joder, se la has metido hasta el fondo! –dijo con la media lengua propia de los borrachos.
-Lo hace mejor que una profesional –aseguró mi campesino con los primeros estremecimientos de placer en su cuerpo- Y este servicio no hay puta en el mundo que lo haga como él –y presionó aún más su polla contra mi garganta sin dejar de menear el miembro del boa.
-Déjame probar –exigió el boa empujando a Salvador.
Este casi se cae al suelo por el empujón quedando mi boca vacía de su sabor. Pero de inmediato la polla del boa ocupó el hueco. Con cautela, como quien mete la mano en un agujero que no se sabe si lo habita una inofensiva lagartija o un venenoso escorpión, el boa entró su gran polla en mi boca hasta que llegó al tope de mi garganta. Una vez allí vinieron los problemas: las dimensiones eran excesivas.
-¿Qué pasa? –se quejó el boa- ¿Esto es todo lo que sabe hacer?
Salvador se agachó y me habló al oído:
-¿Me vas a dejar en ridículo?
Le miré con los ojos arrasados en lágrimas por la presión de la polla del boa.
-Tienes que ayudarme, tienes que tragártela –insistió acariciándome la garganta.
No sé cómo lo hice, pero poco a poco logré tragarme casi toda su longitud. Sabía distinta que la de mi campesino y, a diferencia de la de éste, no ofrecía ni una miserable gota de líquido preseminal. Sólo era carne sin ninguna exquisita salsa que la acompañase. Eso sí, carne de primera. Con la respiración en dificultades por las dimensiones, conseguí asumir al completo lo que el boa me ofrecía. El disfrutaba con mi boca y yo, lo confieso, disfruté también lo mío. Mi polla erguida me delataba.
Salvador, arrodillado a mi lado, descubrió mi erección. Con reflejos inseguros, se situó a mi espalda y me agarró los pies de manera que perdí todo apoyo en el suelo; mi cuerpo quedó suspendido de mis brazos anudados; hombros y omoplatos empezaron a dolerme infinitamente más que hasta entonces. El daño motivó que no pudiese mantener la mandíbula abierta y la polla del boa quedó atrapada en mi boca. Aulló por mi mordisco involuntario.
Salvador se reía mientras me sujetaba los pies en el aire haciendo oscilar mi cuerpo para más desesperación del boa. Por fin dejó que mis pies tocaran tierra otra vez y pude relajar mi mandíbula. El boa me la sacó tan rápido como su borrachera le permitió y se lió a darme de mamporros. Pero Salvador, una vez más, evitó que me reventara la cara interponiéndose en medio.
-Vamos a ver qué te ha hecho –le dijo cogiendo una vela y examinando su largo miembro- No es nada, sólo te ha tatuado los dientes –y se reía para desesperación del boa que gritaba que me iba a abrir en canal como a un marrano.
-Venga, hombre, que no es para tanto; lo importante es que te siga funcionando –y comenzó a pasarle la mano por el glande; la respuesta de la polla del boa fue inmediata.
-¿Ves? Funciona.
-Quiero follármelo –dijo el boa con el cerebro enfangado por la ingesta de levantamuertos.
Salvador le miró con ojos que simulaban aceptación.
-Sí, fóllatelo; seguro que el hijo de puta lo está deseando –y se volvió a mí- ¿Es lo que deseas, que este cabrón te meta el rabo?
Para verme mejor la cara me la levantó con su ruda mano de campesino. Imagino que sólo vería unas facciones casi desfiguradas por los golpes del boa. Aun así fui capaz de decir:
-Sólo quiero lo que tú quieras.
No sé qué se le pasó en ese momento por la imaginación pero se le inflamaron las venas del cuello y de las sienes.
-Sea-dijo levantándose- Fóllatelo.
El boa me desprendió sin el menor cuidado del pantalón y agarró mis caderas. Para entonces, yo apenas sentía los brazos. Me separó las nalgas y situó su polla en la entrada de mi culo.
-Esto es lo que hacemos en este pueblo a los que se follan a nuestras mujeres –dijo con voz borrosa por la borrachera.
Empujó su polla dentro. Pero a causa de su grueso calibre y su falta de lubricación, mi esfínter no cedía lo suficiente par permitir una penetración. Blasfemó por la impotencia que le causaba no llevar a buen término su propósito. Salvador llegó en su ayuda con una garrafa de aceite de cocina. Vertió un buen chorro sobre su polla y mi culo. El boa lo volvió a intentar de nuevo y esta vez me la clavó de una tacada. Fue como si me empalasen. No tuve oportunidad ni de queja; su longitud me había traspasado una zona de mis entrañas vírgenes hasta ese día. El tío no es que fuese ninguna maravilla manejándose con el regalo con el que la naturaleza le había dotado, más bien era torpe e inhábil. Pero sólo el hecho de sentir semejante báculo dentro me había puesto en órbita: ya nada me dolía, ya por nada sufría. Salvador me levantó la cabeza para cerciorarse de si estaba vivo o muerto y vio en mis ojos lo que tantas veces había visto cuando me encontraba en sus brazos.
-¿Te gusta, mariconazo? –dijo furioso- ¿Te gusta más que la mía?
Pero no me encontraba en situación de responder a sus preguntas, y no lo hice: el cuerpo me temblaba cuando sentía la polla del boa invadiendo una y otra vez las profundidades de mis entrañas.  Salvador dejó la vela en el suelo, cerca de mis carnes, y se levantó. Se situó a la espalda del boa que estaba de lo más emocionado clavándomela como le daba la gana. Lo empujó contra mi cuerpo que a su vez chocó contra la pared quedando la llama de la vela cerca de mi sexo.
-Boa –le dijo- estás metiendo la cuchara en plato ajeno, y eso ya sabes cómo se paga en este pueblo de maricones.
-¿Qué haces? –preguntó el boa en cuanto notó las manos pringadas de aceite de Salvador en su esfínter.
No hubo respuesta, tan sólo un preciso movimiento de caderas del campesino que le coló su venosa polla de supuración imparable en el culo de nalgas pétreas y lampiñas.
-¿Qué haces, cabrón? –gemía el boa en medio de una desconocida mezcla para él de dolor y placer.
-Dejar bien claro quién manda aquí –respondió el campesino clavándole hasta el fondo su estaca.
El boa empezó a retorcerse pero mi campesino le tenía bien sujeto con un potente abrazo del que, todo hay que decirlo, sentí profunda envidia.  También diré que dentro de mi cuerpo, la serpiente que le había dado el mote al boa, no se encogió en ningún momento y que, una vez pasados los primeros minutos de estupor por la penetración de Salvador, la erección de mi follador aumentó enérgicamente.
El empuje de las caderas del hombre que me tenía doblegada la voluntad se transmitía a las del boa y me llegaba a mí aplastando mi cara contra la pared de donde colgaban los fiambres de olor rancio. En una de las embestidas, la vela cayó al suelo y se apagó. Nos quedamos completamente a oscuras. Amparados por las tinieblas, aquellos dos machos se entregaron al desenfreno del polvo que se estaban echando, un polvo aparentemente vengativo pero que derivó en un estrépito de placer. Todo era borroso, las voluntades, las conciencias, las identidades…Sólo había una verdad en el tenebroso almacén: lo que las pieles y las entrañas sentían. Las manos del boa buscaron mi polla  y las de Salvador tanto mis huevos como los del boa. El cuerpo de éste se tumbó contra el mío y dio con su cara también contra la pared. Se le oía decir: sigue, sigue… Escuché su respiración entrecortada por el placer. Mordía mi piel  mientras gemía. La voz de Salvador susurraba en la oscuridad:
-¡Qué ganas te tenía, cabrón!
El sonido de las caderas de Salvador chocando contra las nalgas del boa llenaba el silencio del almacén de la cantina. Hasta que el boa empezó a correrse y a gritar de placer sin cortarse lo más mínimo. Tanta pasión acumulada a mis espaldas, fue demasiado para mí y de inmediato mis gritos se sumaron a los de mi follador. A ese duo de orgasmos no tardó en sumarse mi campesino cuya prolongada descarga de tanta lefa acumulada durante los cuarenta y cinco días en los que no nos habíamos visto,  se sobrepuso a los nuestros.
En la oscuridad, noté cómo Salvador agarraba al boa para depositar en su boca los besos que siempre me dedicaba a mí tras sus placenteras descargas. Los besos se prolongaron y eran correspondidos; los  acompañaban palmeos en las nalgas del fibroso jornalero.
En medio de aquella orgía de alcohol, sangre y semen, sentí una punzada de dolor mayor que el que provoca la más cruel de las cuchilladas; sentí celos.              
De repente, la puerta del almacén se abrió y entró toda la luz de la cantina. El cantinero, ataviado con un pijama de franela, nos miraba estupefacto. Nuestros gritos le habían alertado.
El boa era incapaz de moverse tras el orgasmo. El cantinero lo dio por imposible y lo dejó tirado en el suelo en espera que se despertara cuando se le pasara la borrachera. A mí me descolgó del gancho. No se atrevió ni a mirarme a la cara. Salvador estaba más entero y no necesitó ninguna ayuda.
-Al final el hijo de puta no ha soltao prenda de a quién se está beneficiando–le dijo al cantinero.
-Como nos denuncie, estamos jodidos –comentó éste asustado. Y añadió:
-No tenía que haberos hecho el menor caso.
Salvador se puso frente a mí. Me miró sonriente desde su borrachera y dijo:
-No nos va a denunciar. Porque a éste sólo le interesa que le sigan dando lo que necesita.
Puso una mano en mi cuello y apretó. Sentí su presión.
-Te has portado muy bien -me dijo con voz queda- y mereces un premio que te voy a dar en tu casa.


No hubo ningún premio. Salvador se quedó dormido en cuanto posó la cabeza en la almohada de mi cama. Yo me duché y me acosté a su lado. Me pasó un brazo por encima. Pero su gesto no me consoló, más bien avivó el dolor que guardaba mi corazón porque sus besos no habían sido para mí sino para el boa. Y a ese dolor le acompañaba  la incertidumbre de si aquel macho pendenciero e impredecible me apartaría de su lado en cuanto encontrase a otro con quien compartir sus salvajes juegos.



VI



Lunes Santo: en mis manos una carta de la dirección del banco donde se me instaba a abandonar de inmediato el puesto en la sucursal de ese poblacho. Causas de eficacia en la gestión, ponía. ¡Y una mierda! La verdad es que después de lo que pasó en la cantina, me  convertí en un apestado. ¡Se me follaron dos lugareños y encima fui yo el que debió salir de allí acusado de pervertir la moral de la aldea! Es como si hubiera llegado a Sodoma y los sodomitas me apuntaran como el causante de sus depravados instintos.
Cerré la carta y pensé: que les den.
Esa misma tarde hice la maleta.
No tuve paciencia para esperar ni siquiera al día siguiente. Metí la maleta en el coche y en cuanto oscureció me largué de allí quemando neumáticos. Tomé la comarcal que conducía a otra comarcal que a su vez enlazaba con una nacional de cuyo mantenimiento nadie se ocupaba. Así era de importante el lugar, la comarca y la región donde estaba situado el hogar de Salvador.
¿Cuánto tardaría en olvidar a ese cabrón? ¿Un día, un año, un siglo…? ¿Y él a mí?
Estos eran mis pensamientos cuando tuve que dar un volantazo y salirme de la carretera porque un tractor con remolque permanecía cruzado en la vía. Fui presa de un ataque de ansiedad que coronaba el estado de nervios en el que vivía desde la recepción de la carta de traslado. Un fogonazo de luz proveniente de una linterna me deslumbró. Alguien abrió la puerta del coche.
-Sal –me ordenó.
Sentí ganas de poner una bomba a las puertas de los cielos y los infiernos cuando reconocí la voz: Salvador.
-Casi me matas.
-¿Adónde ibas?
-A ti qué te importa.
No hubo más preguntas, sólo forcejeo hasta que me paralizó en el suelo, me ató con una cuerda y me tapo la boca con un trapo asqueroso pringado de aceite de motor y queroseno.
Tirado en el remolque del tractor en una noche sin luna, sufrí todos los vaivenes de unos caminos de tierra en un peregrinaje que se me antojó sin final.
Hasta que llegó a un lugar situado dios sabe dónde. Me sacó del remolque y cargando conmigo como si fuera un fardo se metió en un agujero oscuro. Cerró tras de sí lo que parecía una puerta y  me descargó en el suelo. Encendió una cerilla y prendió una linterna de petróleo.  Pude ver que nos encontrábamos en una cueva por las paredes de piedra, aunque el suelo estaba cubierto de paja.
Me desató. Se encendió un cigarrillo y se me quedó mirando sin añadir una palabra. ¡Joder, su presencia me inquietaba y me proporcionaba un bienestar como no había conocido en mi vida, las dos cosas a partes iguales!
-Mañana me esperan en mi nuevo puesto.
-Tu puesto está en el pueblo.
-Ya no.
-Y eso ¿quién es el mierda que lo dice?
-El dueño del banco.
-Pues no vayas.
-¿Y de qué viviré?
-Te daré de comer.
Mi campesino alucinaba. Tuve la convicción de que cualquier intento de razonar con él sería inútil.
-Se acabó, Salvador. No sabes cuánto me duele pero…
-¿Pero qué? ¿A ti te gusta mi lefa?
¡Qué hijo de puta! Sólo de oír la palabra de sus labios se me debilitaba la voluntad ¡Y la repugnante sensación de mi sexo despertando a la mínima insinuación!
-¡Contesta! –me azuzó.
-Más que nada en el mundo.
-Pues no hay más que hablar.
Se bajó los pantalones y se quitó los calzoncillos blancos con cercos de orina en el frente. Se acercó a mí, permaneció con el sexo terso ante mi rostro. De nuevo mi lucha interna entre lo que se debe y lo que se desea. Estaba harto de esa eterna y demencial pelea. Resignado a una suerte incierta jalonada de oscuros presagios, le agarré esa maravillosa polla que me volvía loco. No tardó en asomar por la punta el líquido cristalino que le hace la competencia a cualquier néctar de cualquier dios de cualquiera religión pasada, presente o futura. Amasé sus huevos muy despacio, tanto como su polla entraba y salía de mi garganta. De vez en cuando me la sacaba de la boca para que gotease su leche hasta sus peludos cojones; yo los limpiaba con dedicación mientras repasaba con mis manos su sensible glande: no quería  que en ningún momento cesara su placer.
-¿Te da gusto? –me decía.
-Tu placer es mi placer.
-Quítate la ropa.
Así lo hice.  
Cuando estuve desnudo recorrió con su polla toda mi piel depositando  aquí y allá gotas de su exquisito fluido. Terminé impregnado con el olor de su semen y sus dedos entrando y saliendo de mi culo.
Sin la menor prisa, me penetró. Esta vez no me atravesaba con violencia. Mi polla se había puesto dura. Su manera de encularme alcanzaba una parte de mi anatomía que me lanzaba descargas de placer desde el esfínter hasta la punta de mi cosita. Sin poder evitarlo, empecé a correrme. Lentamente se me escapaba el esperma de los huevos. Salvador lo recogía con la mano y me lo daba a beber.
Una vez que mis huevos se vaciaron, Salvador me sacó la polla y me la plantó en la boca. Sabía acre después de pasar por mis entrañas. Con su pasión de siempre, soltó toda su lefa en mi boca. Pero esta vez no quiso que me la tragase. La derramé de mis labios, resbaló hacia mi cuello y se desparramó por mi pecho.
-No te limpies –me dijo- Tienes que oler a mí.
No recuerdo el momento en el que me quedé dormido sobre sus muslos agotado de la guerra de nervios de aquel día aciago. Pero a la mañana siguiente desperté en la cueva cuya puerta de tablones mal encajados, estaba atrancada por fuera. Ya era de día y demasiado tarde para incorporarme a lo largo de la mañana a mi nuevo destino. Sin embargo allí me encontraba, impregnado de semen, oliendo a esencia de Salvador y tapado con una gruesa manta de tela espartana. Junto a mí una cantimplora con agua, un plato con fruta y algo de fiambre, y un trozo de pan. Ni rastro de mis ropas u otro objeto personal.
Salvador me había secuestrado.


No supe nada de él hasta el atardecer. Abrió la puerta y su silueta se recortó contra los últimos rayos del sol que incidían de lleno en la entrada de la cueva. Portaba un atillo que dejó en el suelo.
-¿Así me recibes? –dijo.
-Van a despedirme.
-Aquí está todo lo que necesitas –y señaló el atillo.
Era como hablar con una pared.
Dio una vuelta por la cueva y vio en un rincón mis heces. Cada día, sobre el mediodía, mis intestinos exigen aliviarse.
-¿Qué es esto? –preguntó con enfado.
-Una mierda –respondí sin respeto.
Lleno de cólera se me acercó, me agarró del pelo y me tiró contra las heces.
-Recoge eso y sácalo de aquí.
-Yo necesito echar de mi cuerpo lo que la naturaleza exige –protesté.
Salvador se quitó su viejo cinturón de cuero y me arreó dos latigazos en la espalda. Escocía.
-Haz lo que te digo.
En ese momento comprendí que perder el trabajo era el menor de mis problemas.
Envolví las heces en un montón de tierra y paja para evitar tocarlas con las manos. El me observaba y hablaba:
-Este lugar es sagrao. Si te entran ganas de cagar, te esperas a que yo venga y te abra la puerta. Te dejaré que salgas y que hagas tus cosas.
-Pero…
El cinturón de Salvador se estrelló contra mis nalgas.
-Lleva tu porquería fuera y aprovecha si tienes ganas de más.
Salí de la cueva. El sol ya se había ocultado. Había empezado la hora bruja. No se veía ninguna población en el horizonte; tan sólo campos de cultivo de secano, que en esa época reverdecían, y pequeñas islas de árboles achaparrados. Caminar descalzo sobre suelo pedregoso tiene serios inconvenientes. Traté de aliviarme pero de mi cuerpo sólo escapó orina. Salvador se sentó en una roca observándome. Se encendió un cigarrillo y me llamó a su lado.
-Túmbate en el suelo junto a mí.
Lo hice. Nos quedamos en silencio mirando el horizonte cada vez más añil. Con uno de sus pies calzados con sandalias (ya viejas conocidas mías) pisó mi sexo, lo golpeó, lo excitó.
-Mi tío tuvo un perro al que le hacía lo mismo. Al hijoputa le gustaba –la comparación me dolió- se le salía la picha entera. Eres como él –y  me pisó con fuerza- El perro terminó por hacerme más caso que a mi tío; el muy idiota nunca supo por qué.
Apuró el cigarrillo y se metió en la cueva. Le seguí. Mis pies desnudos sufrían con las piedras que pisaba.
Dentro, Salvador había prendido la linterna de petróleo y desató el atillo; de él sacó una tartera, la destapó y me llegó. Destapó una tartera; el olor de un guiso aún caliente. Mi estómago se  animó.
Salvador buscó un saliente en la pared de roca y se sentó.
-¡Vaya hostia no tener una mesa! – y se me quedó mirando. Durante cinco segundos no comprendí por qué me miraba. Hasta que una idea vino a mi mente, una idea que no sé de dónde nació y que me costaba aceptar. Pasé en décimas de segundo del rechazo de la idea a verla como la única posibilidad. Despacio, dejé que mis rodillas se hincaran en el suelo cubierto de paja y que mi tronco se inclinara hasta que mis manos acabaran en el mismo plano. Con la incertidumbre de no saber si mi iniciativa sería bien acogida, gateé hasta donde él aguardaba con la tartera en la mano. Situé mi cabeza entre sus piernas y le ofrecí la espalda; satisfecho depositó sobre ella la tartera aún caliente; la abrió y comió del guiso.
-Ya que estás así, haz algo de provecho –dijo con la boca llena mientras empujaba su bragueta contra mi cara.
Con la boca presioné sobre la tela de su pantalón de faena; el sexo estaba despierto; con los dientes lo calibré. La situación me desesperaba porque si me movía para sacarle la polla con las manos, el guiso se derramaría; y si no hacía nada, no cumpliría su deseo.
-Piensa –me dije.
Con sumo cuidado, me mantuve sobre una mano con la espalda lo más recta que pude, y con la otra (la derecha) logré liberar la estaca del campesino. Ante ella, se me pasó el hambre. Nunca me cansaba de verla, de olerla, de saborearla. Hasta ya tenía mis partes favoritas, como esa vena inflamada que un centímetro antes del glande de tintes violáceos, se bifurcaba. Salvador masticaba y yo conseguí engullir toda la carne que me ofrecía.
-Esto es el paraíso –decía- comer mientras me la chupas.
Repentinamente, me quitó la tartera de la espalda, me agarró la cabeza y me situó a la altura de sus ojos. No sé lo que buscaba en ellos pero se lanzó a darme mordiscos: primero en la barbilla, siguió con las mejillas, las orejas, los hombros…La potencia de sus mordiscos aumentaba. En mis pezones no se anduvo con ningún cuidado, ni en mi espalda o en mi vientre. Mordía en un juego de vértigo que me fue contagiando.
-¡Vámos, muérdeme también! – me exigía.
Y a ello me lancé…nos lanzamos…sus ropas se quedaron por el camino…su cuerpo era pasto de mis dientes y el mío una presa para los suyos. Si yo hincaba con fuerza, él la duplicaba…Sentí dolor, sentí placer, sentí que mi piel servía para algo más que para proteger mis vísceras del mundo exterior. Ese hombre se había vuelto una alimaña y yo me había contagiado de su rabia. Nos arrastramos por aquella covacha buscándonos y encontrándonos, nos cercioramos de que el otro existía con el sabor de su epidermis o de lo que fuera. Y me atrapó en éstas, se sentó sobre mi cara, tuve su piloso culo en mi boca, saqué la lengua y lo lamí, hundí mi rostro entre sus nalgas hermosas para limpiar allí y saborearlo. Agarró mis piernas, las alzó hasta que mi trasero estuvo a su alcance y tan pronto me mordía como me golpeaba con las poderosas manos de gruesos antebrazos. Todo sin dejar de subir y bajar sus imponentes ancas sobre mi boca…Era tan delicioso ese orificio rosado en medio de la negritud de su peludo culo…tan excitante el goteo de su esperma sobre mi pecho…hasta que se levantó y dio vueltas alrededor de mi cuerpo tendido en el suelo, pisando mis miembros con sus pies descalzos, meditando con fiebre en la mirada sobre lo próximo que quería de mí…hasta que salió de la cueva y en la noche se puso a gritar y aullar, a tirar piedras y a blasfemar contra cielo y tierra. A lo lejos se oyeron ladridos de perros que le contestaban… Después se hizo el silencio; y el silencio me intranquilizó.
Lo rompió un golpe seco en la puerta de tablones mal encajados. Me asusté. Siguió otro golpe, y otro y otro… Tardé en darme cuenta de lo que estaba pasando: alguien apedreaba la puerta y lo hacía con proyectiles cada vez mayores. Uno de ellos fue tan violento que logró que la puerta, pese a su peso, cediera y tomara la inercia suficiente para acabar abierta del todo. De la oscuridad llegó otro proyectil que se estrelló contra la pared de la cueva descomponiéndose en pequeños fragmentos terrosos. La frecuencia de los impactos aumentó y no tenía manera de ponerme a cubierto. Uno de esos proyectiles alcanzó la linterna de petróleo; su contenido se derramó y la llama prendió en la paja que alfombraba el cubículo. Y hasta allí llegó mi paciencia. No sé si era Salvador el autor del asalto o cualquier lugareño que le había seguido, se lo había cargado y ahora la tomaba conmigo. Pero el fuego prendiendo la paja, la humareda que se montó en pocos minutos y la insistencia de quien fuera el agresor con sus proyectiles, me decidieron a escapar del lugar. Y para ello me arrojé al suelo. Sin ropa alguna con la que protegerme, me arrastré hasta que logré salir de la cueva. Los brazos, las rodillas, el vientre, la polla…todo se me estaba llenando de arañazos y raspaduras. Como si de toda la vida conociera las estrategias militares, continué arrastrándome durante un buen trecho bajo la luz de las frías estrellas y el resplandor del fuego que ardía a mis espaldas. Cada vez que se me clavaba una piedra o notaba un rasguño me juraba a mí mismo que toda esa historia de secuestro y encierro se había terminado para siempre y que antes muerto que consentir nunca más una situación similar, porque mi vida era sagrada y uno estaba dispuesto a mucho, menos a que lo lapidasen o lo quemasen vivo.
Mientras me arrastraba con estos pensamientos, una emoción amarga se abrió paso hasta mi rostro. La reprimí. No era momento para debilidades. Volvió. La despaché con un agrio escupitajo. Calculé la distancia que había recorrido ladera abajo y decidí que ya había llegado el momento de incorporarme y escapar corriendo hasta dar con otro refugio o con alguien que me ayudase. Prudente alcé la cabeza, después el tronco, mis muslos ya se disponían a recuperar mi posición de bípedo cuando cayó sobre mí, con todo su peso, el cuerpo desnudo de mi captor.
-¿Dónde ibas?
No contesté. Agarré una piedra y le intenté machacar una mano; la apartó a tiempo. Me sujetó la mano agresora y me la retorció.
-Estás acojonao ¿verdad?
-Querías matarme –contesté desencajado.
-Eso jamás –y me soltó la mano pero sin moverse de encima de mi cuerpo- ¡Qué poco me conoces y qué poco has aprendido de mí si es así como piensas!
-Mira el fuego. Eso no es un pensamiento, es una realidad.
-¡Deja de comportarte como un puto niñato consentido, joder! Si hay fuego, hay fuego y si ahora se hunde la montaña y nos pilla, se acabó. ¿Y qué? Dime ¿Y qué?
Supe que me encontraba ante el momento crucial, que según reaccionase el camino sería uno u otro; y yo, cincuentón a quien ya no mira con deseo casi nadie rompí a llorar. Y no era un llanto cualquiera, era el llanto.
-Lo siento, Salvador, este es mi límite. No puedo seguirte más.
El campesino tardó en comprender qué le comunicaba (o se resistía a comprenderlo) pero en cuanto tuvo la certeza de que no se trataba de una frase más, se despegó lentamente de de mí.
Pasaron los minutos con el olor de la paja ardiendo en la cueva y el lento discurrir de las estrellas por la negrura del cielo. Mi llanto se terminó calmando. Salvador permanecía sentado a mi lado sin ya tocarme. En cuanto escuchó mi respiración tranquilizada, habló:
-Tengo el tractor cerca –su voz sonaba seria, con un fondo de pesar- Te llevaré de regreso.


Así lo hizo. Me dejó cerca de  una rotonda de una carretera donde paraba a escaquearse del servicio una pareja de la guardia civil.
-Suerte –fue su última palabra. Y se alejó conduciendo el tractor rumbo a su pueblo.


La explicación que di de mi desaparición fue ninguna. Me limité a decir que no recordaba nada o a dar referencias muy vagas. Me examinó un psiquiatra que dictaminó que seguramente había sufrido algún tipo de amnesia a causa del grave estrés que había vivido en los últimos meses. Todo el mundo dio por buena esa explicación tan de cajón de sastre. Entre otras cosas porque nadie tenía el menor interés en indagar o averiguar más sobre un asunto que les traía sin cuidado. Hasta mi banco se conformó con el diagnóstico y no fui despedido; aunque me han dado una baja temporal con sueldo hasta que se les ocurra qué hacer conmigo.
Mi familia, que parece haber encontrado en las explicaciones psiquiátricas un seguro argumento para tolerarme con mis excentricidades, ha vuelto a acogerme en su seno. Mi madre lloró mientras decía a todo el que la quisiera escuchar:¿Veis como algo malo le pasaba, que él no es así?
Todos ellos tienen sus correctas ocupaciones y sus escogidas amistades. Y todos nos reunimos en las celebraciones alrededor de nuestra queridísima madre, octogenaria, lúcida y con una salud que augura que alcanzará el siglo de vida.
Y yo, cuando los veo a todos, discretos, mesurados, trabajadores, correctos ciudadanos, siento ganas.. siento ganas de poner una bomba a las puertas del cielo y otra a las del infierno. Y en mi fuero interno he comenzado a lamentar que el fuego no me hubiera consumido esa noche en la cueva o que se hubiera hundido la montaña con Salvador y conmigo debajo. Lamento como nadie se imagina mi pánico ante los desafíos de ese campesino que jugaba a vivir todos los extremos que se le ocurrían, lloro su ausencia irremplazable y me amarga la certeza de que nunca, nunca, volveré a sentir las emociones que sentí a su lado.
¡Dios mío, cuánto deseo volver! Pero no sé cómo.  


                                               FIN


2 comentarios:

  1. uf que historia la devore con entusiasmo y fascinación fuerte y visceral apasionada y cruda
    como hp la leí no se solo se que me atrapo
    cabrón
    gracias

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  2. Fue una historia o novela no sabria como clasificarla. Pero interesante y cautivadora. Me atrapo y no pude dejar de leer hasta llegar al final. Y conste que no me agradan las escenas o cuentos de cruedad. Sado. Felicidades

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