miércoles, 19 de septiembre de 2012

El taxista infractor


No suelo coger muchos taxis, pero siempre que lo hago me gustaría que el conductor fuera al menos agradable a la vista. No tengo suerte, sin embargo, e incluso dejo pasar varios antes de decidirme. No hay manera y acabo parando a cualquiera desistiendo de la elección. Por eso lo que me sucedió hace varios veranos, que desde luego fue mucho más allá de mis modestas aspiraciones, ha quedado como una excepción de grato recuerdo.

A primera hora de la tarde y con un intenso calor me encontraba bastante lejos de casa. Así que opté por volver en taxi, pensando en el aire acondicionado. Había poco tráfico y esperé arrimado a una sombra. En un semáforo se detuvo uno libre y, aunque la reverberación del sol impedía ver el aspecto del conductor,  me decidí a tomarlo. Mientras indicaba mi dirección, me di cuenta de la buena pinta que tenía el sujeto. De mediana edad y fornido, pelo algo canoso muy corto y una cara agradable y risueña. Su camisa de verano dejaba a la vista los fuertes brazos cubiertos de vello dorado, igual que su pecho, que permitían vislumbrar los botones desabrochados hasta el comienzo de la oronda barriga. Pero lo que más me llamó la atención fue que llevaba unos pantalones cortos, luciendo unos muslos contundentes. Esta vez había dado en la diana; no se podía pedir más.

Había leído en la prensa que algunos ayuntamientos estaban multando a taxistas que usaban pantalón corto y esa información me dio pie para llevar la charla a mi terreno. Empezó él sacando los tópicos del calor y la disminución del tráfico en verano, lo que aproveché para comentarle la noticia y preguntarle si no había tenido problemas al respecto. Dijo que esquivaba la prohibición cuando circulaba por zonas poco céntricas, pero llevaba siempre a mano uno largo de repuesto. No soportaba el calor a pesar del aire acondicionado y, como estábamos parados en un semáforo, levantó un brazo para mostrarme el sudor de la axila. “También debería llevar más abrochada la camisa”, dijo y, como se giró hacia mí, me mostró un pezón en el movimiento. Todo lo que llevaba visto me pareció delicioso y el trayecto me iba a resultar breve. Volví a tema del pantalón, al que quería sacar más jugo, y opiné que me parecía exagerado tanto rigor cuando cada vez más gente va de corto en esta época del año, incluso guardias urbanos. Y me atreví a añadir: “Además le quedan muy bien… “. No contestó pero me miró por el retrovisor con una ancha sonrisa. Condujo un rato en silencio, pero de vez en cuando soltaba una mano del volante y se acariciaba el muslo; incluso metía un dedo por la pernera como rascándose. ¡Lástima no tener manera de verle el paquete! De pronto soltó: “¿Usted vive solo?”. Me sorprendió lo directo de la pregunta, pero no tuve empacho en responder afirmativamente. Pareció agotada la conversación hasta que al fin el coche se detuvo ante mi finca. No me quedaba sino esperar que ajustara el taxímetro, pero se detuvo y se volvió hacia mí dubitativo. “¿Puedo pedirle un favor?”. “Claro”.  “¿Sería mucho abusar si me dejara darme una ducha en su casa? A esta hora tendré pocos servicios y el sol recalienta el coche. Estoy empapado en sudor”. “Por supuesto, faltaría más” (¿Me estaría pasando esto a mí?). Salimos del coche, sacó una pequeña bolsa del maletero y echó la llave. Me encanto verlo ahora de pie, con un buen culo y un paquete que quedaba resaltado al habérsele quedado los bordes del pantalón enganchados en la entrepierna.

En el ascensor me pareció un poco cortado, pero me excitaba tenerlo tan cerca y, a pesar del sudor, desprendía un olor agradable. No era de aquellos a los que abandona el desodorante. Al entrar en el piso, soltó la bolsa y echó una ojeada. “Qué fresquito se está aquí”, comentó, y se desabrochó del todo la camisa mostrando su barriga de vello dorado. Aunque se me iban ablandando las piernas, tenía que hacerle los honores. Lo conduje al baño y lo dejé para ir a buscar toallas. Al volver me lo encontré de espaldas orinando, con los pantalones por los tobillos  y solo la camisa que dejaba descubierto medio culo. Entré para soltar las toallas y, como la pared del fondo es de espejo, pude ver cómo se sacudía la polla. Soy torpe para captar señales, y más en una situación tan inesperada como ésta. Así, pese a que él, con toda naturalidad, se quitaba la camisa y acababa de deshacerse de los pantalones, dije: “Voy a ponerme cómodo”, y salí del baño. Enseguida me desvestí, pero volví allí  porque tenía los shorts y la camiseta que pensaba ponerme. Aunque estaba dentro de la ducha, todavía no había abierto el agua y, al oírme de vuelta, sin que me hubiera puesto nada aún, descorrió la cortina. En su espléndida desnudez –y yo en la mía–, me pidió sin inmutarse que le explicara en funcionamiento de los grifos (Si no buscaba algo lo parecía, pues no había mucha complicación).  Él dentro y yo fuera nos rozábamos en las breves manipulaciones. Se me puso la piel de gallina y algo más,  porque noté que me apuntaba una erección y estaba tan nervioso que, sin atreverme a mirar si a él le ocurría algo similar, corrí la cortina y le dije con voz temblona: “Venga, toda tuya”.

Quedé allí parado secándome las salpicaduras y oyendo cómo canturreaba bajo el chorro. Inesperadamente éste cesó y, tras la cortina, dijo: “¿Crees que solo he subido para ducharme? Por la forma en que me mirabas en el taxi me parece que no”. Fue la puntilla. Me asomé descorriendo un poco y me encontré con una polla espléndida que goteaba desde su tiesura. Avergonzado por mi torpeza, por fin me metí en la bañera y arrodillado la lamí y chupé desahogando todo mi deseo. Él, juguetón, se puso a rociarme con el mango de la ducha. Me levanté y me apreté contra su cuerpo agarrándolo por el culo. Mi polla se restregaba bajo su barriga y la suya me cosquilleaba los huevos. Me sujetó la cara con las manos y me besó; me chupaba los labios y removía la lengua por toda la cavidad de mi boca. Sin soltarme me encaró con su pecho. Le lamía el vello, chupaba los pezones salidos y duros; me apretaba para que los mordiera. Enardecido hizo que me apoyara contra la pared y pasaba la lengua por mi espalda. Cuando llegó abajo me repasó el culo y, con una mano entre mis piernas, me sobaba los huevos y la polla. Brusco y tierno a la vez me tenía electrizado. Me deshice de su tenaza y me coloqué a su espalda. Agarrado con fuerza a sus tetas, pasaba mi polla entre sus muslos chocando con sus huevos. Apoyó los codos en el borde de la bañera y me ofreció su culo. Lo manoseé y mordisqueé hasta concentrarme en la raja que, con mis lamidas, dejó descubrir el agujero bien marcado. Lo tanteé con la polla para ver cómo reaccionaba. Su quietud me dio vía libre y fui apretando hasta estar del todo dentro. Entonces me pidió que, sin sacarla, pasara una mano hacia delante y lo masturbara. Lo hacía combinando energía y suavidad, mientras me movía dentro de su culo. Cuando éste se contrajo alrededor de mi polla, la mano se me llenó de leche caliente y abundante. Salí y me la meneé con la misma mano hasta que las dos leches se fundieron y fueron resbalando hacia arriba por su espalda. Hube de ayudarlo a incorporase, algo entumecido por la forzada postura como estaba, y abrí la ducha. El agua caía sobre los dos y nos reconfortaba.

Nos secamos con ternura el uno al otro. Recogió la ropa sudada y la intercambió con la que llevaba en la bolsa. Esta vez el pantalón era largo. Yo seguí desnudo y lo acompañé hacia la puerta. De pronto recordé que no le había llegado a pagar la carrera y así se lo dije. Sonrió y me alargó una tarjeta profesional para que pudiera llamarlo cuando me hiciera falta. Nos besamos por última vez, le dio un cariñoso tironcito a mi polla calmada y lo dejé salir. Al cerrar la puerta pensé que, por más taxis que volviera a coger en mi vida, lo de hoy difícilmente se podría repetir.


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