Circulan muchas historias sobre el mundo de los camioneros, hasta el punto de llegar a constituir una categoría propia en el imaginario gay. Y ciertamente puedo recordar al menos un par de anécdotas de un tiempo en que era más joven y en que el tráfico no era tan de autopistas y grandes velocidades.
Había ido a pasar unos días de verano en un pueblo de la costa y se me ocurrió buscar una cala bastante alejada, que unos amigos conocedores de la zona habían insistido en que no me debía perder. Así que cogí mi coche y, con un tosco mapa que me habían hecho a mano, salí de la carretera y me adentré por unos caminos de tierra entre el arbolado. Pero lo confuso del mapa y mi escaso sentido de la orientación hicieron que más que acercarme al mar estuviera trepando por la montaña. Con tan mala fortuna que di a parar en un terreno enfangado donde se me quedó atascado el coche. No existía entonces el recurso del teléfono móvil –si es que donde me hallaba hubiese tenido cobertura–, de modo que me encontré aislado y con un calor insoportable. No tuve otra opción que intentar desandar a pie la ruta seguida para llegar a la carretera y poder recabar ayuda. Al fin lo logré, no sin algunas confusiones, y me senté sobre un mojón, agotado y empapado de sudor. Al cabo de un rato apareció renqueante un camión no muy grande, aunque en dirección contraria a mi lugar de origen. De todos modos le hice señas y se detuvo. Fue la primera cosa agradable en mi frustrada excursión. La acogedora expresión jovial del conductor coronaba un cuerpazo impresionante. Una ajustada camiseta imperio apenas podía contener el torso robusto y velludo, marcando las redondeces de tetas y barriga, y el pantalón corto se le arremangaba para liberar unos muslos bien macizos. Le expliqué mi situación y enseguida me invitó a subir: “No te voy a dejar aquí. Así que te acercaré a algún sitio en que puedas arreglar tu asunto”. Subí pues a la cabina y ocupé el no muy espacioso asiento a su lado. El hombre bromeó a costa de mi aspecto: “No habrás llegado a la playa, pero parece que te haya sacado directo del agua”. Y señalando las manchas de sudor que orlaban mis pantalones –también cortos–, añadió: “Cualquiera diría que te has meado encima”. Evidentemente era locuaz: “Ahora lo de atrás va vacío. Vuelvo de descargar unos bidones de aceite. Por eso se menea tanto este trasto”. Desde luego el traqueteo era intenso, lo que, de paso, hacía que nuestras piernas rozaran con frecuencia... y si él no lo evitaba, tampoco lo iba a hacer yo. “¡Vaya día de calor nos ha tocado! Si yo también estoy empapado. Mira...”, y se enrolló la camiseta hacia arriba, haciendo el gesto de exprimirla. Con lo que exhibió aún más su oronda y peluda tripa. “¡Tengo ya los huevos cocidos!”, agarrándose ostentosamente el paquete. Provocador o espontáneo, el caso es que me estaba haciendo subir otra clase de calores imaginando el resto.
“¡Oye! Aquí cerca hay una fuente. ¿Qué te parece si paramos y nos refrescamos un poco? Total, ya no te vendrá de un rato”. Naturalmente me pareció una buena idea. Se desvió un trecho y, en efecto, llegamos a un paraje sombreado en el que una pileta recogía el chorro cristalino que brotaba de unas rocas. Bajé yo primero, porque él se había vuelto para coger algo detrás de su asiento. Ansioso, me precipité a beber y a remojarme la cabeza. Él había sacado un tubo de goma enrollado que soltó en el suelo y, en plan juguetón, se precipitó sobre mí sujetándome por los hombros. “¡No te la vayas a acabar toda!”. Me desplazó para beber y refrescarse. “¡Joder, qué cosa más rica!”, echándose agua a las axilas. Luego cogió el tubo de goma y encajó un extremo en la boca del caño. “Verás lo que vamos a hacer. Enchúfame con la otra punta”. Con la mayor naturalidad se quitó la camiseta y, de un tirón, se sacó juntos pantalón y calzoncillos. Dejó la ropa sobre una rama y, en cueros vivos, se encaró a mí. “Apunta bien. Luego te lo haré a ti”. Me temblaba el pulso haciendo caer el chorro por todo su cuerpo. Él, además, mientras se removía a gusto, me iba indicando donde quería que lo dirigiera. “A la polla y los huevos, que falta les hace”. Y claro, yo tampoco quitaba ojo de aquel gordo sexo, aunque sin señales de excitación. No dejó de presentarme el orondo culo, cuya raja regué a conciencia. Por fin dio por terminada su ducha. “¡Qué bien me he quedado! Ahora te toca a ti”.
No me cupo otra cosa que desnudarme completamente también, aunque hubiera de mostrar con vergüenza mi indiscreta erección. Pero él tenía salidas para todo. “Sí que te has impresionado. Ya te bajará con un manguerazo”. Hizo su tarea a conciencia, pero su pronóstico se cumplió solo a medias, porque mi excitación no menguaba en tanto lo seguía viendo en su lujurioso estado. El caso es que quedamos los dos bien mojados y, eso sí, refrescados. Sin embargo, me sorprendió cuando dijo: “Oye, ya que estamos, nos podíamos hacer unas pajas... No es que yo sea de esos, pero da más gusto que se la hagan a uno, para variar”. Aquí me aventuré, llevado por mi deseo: “Si quieres, te la puedo chupar”. Pensó un poco y concluyó: “Bueno, pero yo solo te la menearé”.
Tuvimos que buscar la posición adecuada, de manera que me tendí sobre la hierba y él se arrodilló abriendo los muslos sobre mi cabeza. Atrapé su verga con mi boca y él se inclinó hacia delante, apoyándose con una mano en el suelo y agarrando mi polla, que estaba bien tiesa, con la otra. Me la frotaba con cierta torpeza, pero toda mi apetencia se concentraba en sentir con deleite cómo su miembro engordaba en mi boca. Hasta el punto de que no tardé en correrme. “¡Coño! Si casi no he hecho nada...”, exclamó restregándome la leche por la barriga. Como ya no tenía sentido mantener la postura un tanto incomoda, aparté mi boca para decirle: “Anda, vamos a ponernos más cómodos”. Ahora él de pie y yo arrodillado, volví a tomar posesión de su pollón ya bien duro. “¡Qué bien la chupas, cabrón!” La alabanza me enardeció. “¡No tan rápido! Déjame disfrutar un poquito más”. Obedecí, jugueteando con la lengua. “¡Uff! Ya me va viniendo...”. “Te la echo en la boca ¿vale?”. Evidentemente no podía contestar. “¡Toma ya!”. Y vaya si tomé, tragando para que no me rebosara. “¡Ostias, qué corrida más buena...! ¡Y tú, qué tragaderas!”. Al fin pude hablar: “Me alegro de que también te haya gustado...”, dije con recochineo. Soltó una risotada de felicidad.
Volvimos al camión, cubiertas nuestras vergüenzas y reconfortados. “En cuanto lleguemos al primer pueblo te largo, que eres un peligro”. Y reflexionó: “Total, no hemos hecho daño a nadie”.
Otro percance automovilístico hizo que tuviera que pasar la noche en un hotel de carretera.
Iba circulando con varias horas por delante todavía y, ya anochecido, el coche empezó a dar tirones extraños. Me detuve en una gasolinera, angustiado por mi ignorancia en la materia, y me aconsejaron que no siguiera el viaje sin pasar por un taller. Lamentablemente, a esa hora, el que había al lado estaba cerrado, así que tendría que esperar al día siguiente. Menos mal que, también próximo, había un hotelito modesto a cuyo alrededor estaban aparcados varios camiones. El empleado de la gasolinera me informó: “No está mal y, aunque veo que esta noche habrá bastantes camioneros, alguna habitación quedará”. En efecto, me dieron una, limpia pero sin baño, que era común para el pasillo, aunque diferenciado para hombres y mujeres. Antes que nada debía ir al comedor, pues estaba a punto de acabar el turno de cenas. Pasé por el baño para, al menos, lavarme las manos. Me llamó la atención que hubiera varias duchas corridas y a la vista, aunque, en ese momento, sin actividad. En el comedor, con su aspecto aséptico y despersonalizado característico, apenas quedaban comensales. Solo una mesa de cuatro, que apuraban su café y su copa, y otro solitario, en una mesa individual cercana a la mía. Este último me miró atentamente de la cabeza a los pies cuando llegué, y yo no pude menos que fijarme también en él. Corpulento y de semblante rudo, su mirada, sin embargo, resultaba cálida. La camiseta moldeaba sus turgencias y, sentado algo torcido, sobresalía un muslo rotundo y peludo de sus cortos pantalones.
Parecía entretenerse removiendo la comida en su plato y, por fin, se decidió a dirigírseme: “Tú no tienes pinta de ser de nuestro gremio...”. Le expuse brevemente mis circunstancias y replicó: “Bueno, aquí no se está mal y mañana todo resuelto”. Aún me preguntó: “¿En qué piso estás?”. Me sorprendió, pero se lo dije. “¡Vaya! el mío”, y sonrió. Cuando terminó, se levantó y dijo como despedida: “Que te aproveche la cena. Hasta luego...”. Esta expresión me dejó intrigado e hizo que me surgieran pensamientos que descarté por fantasiosos. Subí a mi habitación y sentí la necesidad de tomar una ducha, para serenarme después de un día tan complicado. Cogí una toalla y jabón, y salí al pasillo en penumbra en dirección al baño. Justo al pasar ante una puerta, ésta se abrió y apareció mi conocido del comedor, solo equipado con una toalla que apenas le alcanzaba a rodear la cintura.
“¡Qué coincidencia!”, exclamó, “Parece que vamos a lo mismo”. Coincidencia o no, el corazón se me aceleró de repente. Me precedió con desenfado. “Esta es una hora tranquila, por eso me gusta”. A mí lo que me gustaba era ese cuerpazo que iba delante, con su viril cimbreo. Entramos en el baño y, con toda naturalidad, colgó la toalla en un gancho y se dirigió a una de las duchas. Lo que me faltaba por ver –un sexo prominente y rojizo entre el oscuro pelambre, así como un culo orondo y velludo– acabó de subirme la calentura al máximo.
Abrió el grifo y puso la mano bajo el chorro. “Espero que no se haya acabado el agua caliente. Porque, como esté fría, se nos va a encoger todo”. No tardó en confirmar: “Está buena. Menos mal”. Y se entregó con fruición al agua. Mientras tanto, yo me había ido quitando la ropa y me dirigí a otra ducha, tratando de disimular la descarada erección. Aproveché la inicial salida de agua fría para atemperar algo la evidencia. “¡Qué buen cuerpo tienes! No yo, que me sobra de todo”. Pensé, aunque no me atreví a decir, que, para mí, no le sobraba de nada. Estábamos así en una curiosa intimidad, que él parecía considerar de lo más normal, pero que a mí me tenía en ascuas. “Tu jabón huele mejor que el mío... Trae, que te voy a enjabonar la espalda”. El asunto iba ya subiendo de tono, con sus grandes manos recorriéndome por detrás. Cuando un dedo se deslizó por mi raja, di un respingo y, nervioso, le dije interrumpiéndolo: “Anda, vuélvete, que ahora te lo haré yo a ti”. A pesar de todo, me seguía dando vergüenza exhibir por las buenas la excitación acumulada en mi delantera. Con cierta retranca se giró dócilmente y, oculto a su vista, deslicé mis manos por su recio dorso. Al ir bajando, los dedos se me fueron solos a la sima oscura entre sus glúteos, y uno se me escurrió sin resistencia por el ojete. “¡Uy, que me has encontrado el punto débil!”, exclamó. Y lejos de expulsarme resaltó el culo hacia mí. A continuación se dio la vuelta y pude contemplar la majestuosidad de su polla en pleno despliegue. Casi me hizo sentir ridículo la comparación con la mía. “¡Vaya como nos hemos puesto los dos! Ya se veía venir...”, fue su comentario. “Pero aquí no podemos hacer nada más, no sea que nos interrumpan en lo mejor. Nos ponemos las toallas y vamos a mi habitación ¿Te parece?”. Dispuesto estaba yo a que me llevara donde quisiera.
Nada más entrar en el cuarto las toallas volaron y, rodeándome con la tenaza de sus brazos, me hizo retroceder hasta tumbarme sobre la cama. Me manejaba como a un muñeco de trapo, con manos y boca, sobando, estrujando, lamiendo y chupando. Su ardoroso contacto vencía todas mis defensas y me dejaba hacer como en éxtasis. “Tenía ganas de esto desde que te vi en el comedor”, dijo apartando la boca de mi polla, que había mamado con ansia. “Pues déjame disfrutar también de ti, que me tienes atrapado”, repliqué. Me liberó de su presa y me ofreció generoso su cuerpo. Casi me atraganté chupándole las tetas, mientras mis dedos jugueteaban con el velludo entorno. Fui restregando la cara hacia abajo con lamidas ávidas hasta tropezar con la polla, que se erguía retadora.
Circundé el capullo con la lengua y luego, sujetándola con una mano, apliqué la boca a los huevos, gordos y duros. Él se estremecía de placer, y me advirtió: “Yo me corro enseguida. Así que sácame la leche como más te guste. Luego te dejaré el culo para que me folles”. El plan no podía ser más tentador, así que me centré en trabajarle la polla a conciencia. Apenas me cabía en la boca, pero los sorbetones que le daba le arrancaban bufidos. “¡Joder, qué poquito me falta...! Si sigues así te vas a empachar, que tengo buenas reservas”. Y mi intención era aprovecharlas todas. Su largo “¡uyyyyyy!” acompañó los borbotones que iban inundando mi boca, hasta que la leche desbordó las comisuras de mis labios. Él resoplaba con la respiración entrecortada, pero de pronto tiró de mí para poner mi cara a la altura de la suya. Sacó la lengua y lamió todo lo que me quedaba por fuera y por dentro. “Había para los dos ¿verdad?”. “Menudo semental estás hecho”, sentencié. “Pues ya mismo me vas a alegrar el punto débil”, y alargó una mano hacia mi polla, que reventaba de dura. “Así me gusta. Justo lo que necesito”.
La idea de dar por el culo a ese tiarrón, después de haberle vaciado la polla, me tenía alucinado. “¡Venga, que te lo voy a trabajar!”, le di una palmada. Se giró con toda su humanidad y me presentó su magnífico trasero. “Esto merece una comida previa”. Metí la cara en la generosa raja y la repasé con la lengua. Se hundió un poco en un punto e intensifiqué la lamida. “¡Ahí, ahí, me vuelves loco!”. Metí un dedo ensalivado y luego dos. Él se agitó. “Lo tengo al rojo vivo ¡Móntame ya!”, casi imploró. Tomé posiciones y le entré de un solo golpe. “¡Uy cómo la siento! ¡Ahora a bombear!”. Puse mis cinco sentidos en el mete y saca, enardecido por sus murmullos de complacencia. “Me voy a correr”, avisé. “¡Venga, que ya me arde todo!”. Y el líquido se abrió paso provocándome espasmos. Caí sobre su espalda y él se echó a un lado y me abrazó cálidamente. “Lástima que ahora debo dormir, porque temprano me espera el camión. Ha sido una suerte encontrarte”. Me dio por bromear: “Anda que menudas juergas tendrás en ruta”. “Tu aparición ha sido fuera de lo común, pero sí que, a veces, coincido con algún colega y nos lo montamos”. Aún ironicé: “Querrás decir que te monta”. “No creas, que si me lo piden también me gusta dar por el culo”. “Con ese cacho de polla que tienes harás un destrozo”, y se rió. Lo besé y, relajado, cerró los ojos con una sonrisa. Volví a mi habitación y apenas pude conciliar el sueño.