Desde que mi padre abandonó a mi madre, ella permaneció sola, hasta el día en que conoció a don Armando, un hombre que llegó a vivir a un par de casas de la nuestra y pronto se hicieron novios. Él era mecánico y a menudo andaba vestido con un overol que usaba para cuidar su ropa.
Una tarde de abril, mi tía Teresa enfermó gravemente y debió ser hospitalizada. Mis primos llamaron por teléfono a mi madre y le comunicaron el infausto suceso. Mi madre, instantáneamente, manifestó su deseo por acudir al lado de su hermana, pero luego, pensó en que probablemente tendría que pasar la noche en el sanatorio acompañándola. En aquel entonces, yo tenía 14 años y, debo decirlo, era muy inocente, por lo cual ella no se animaba a dejarme sola.
En nuestra casa estaba de visita en aquel momento, don Armando, que le hacía algunas reparaciones eléctricas. El, instantáneamente, terció indicándole a mi madre que no debía preocuparse por mí. Que él se ocuparía de cuidarme y, para comer, ya nos las arreglaríamos.
Mi madre dudó un momento pero, ante la alternativa, no tuvo más remedio que aceptar.
- Está bien -dijo finalmente-, iré si me prometés portarte bien con Armando.
- Lo prometo -le respondí.
Para entonces, ya desde un tiempo atrás me había iniciado en el sexo con las clásicas masturbaciones de adolescente pero, cosa curiosa, generalmente lo hacía pensando en hombres y escasamente, en mujeres, porque en mis fantasías eróticas, no sé por qué, aparecían hombres, con una característica común: grandes penes.
Sabía que tenía que ser muy cuidadoso, ya que mi madre era muy estricta en estas cuestiones y no sabría comprender mis nacientes aficiones por el sexo. Siempre buscaba momentos de soledad (a la hora de dormir, en el baño, etc.) para dar rienda suelta a mis instintos sexuales. Sin embargo, hasta los catorce años, no había tenido aún una relación sexual en forma.
Al rato de que mi madre se fue, me disponía a ver televisión, cuando sonó el timbre de la puerta. Era don Armando que deseaba saber si yo necesitaba algo. El me miraba con una sonrisa y yo, le respondí que le agradecía su interés, pero que me encontraba bien.
- Está bien. Debo hacer algo ahora, pero regresaré después a ver cómo estás.
- Gracias -fue lo único que atiné a decir.
Estaba vestido con un viejo overol que en otro tiempo debió ser azul, que estaba bastante raído y tenía un agujero a la altura del pubis. Lo tenía abierto casi hasta la cintura, mostrando su pecho velludo y que no tenía otra prenda debajo. Se le cayó un destornillador que llevaba en la mano y yo me agaché para recogerlo. Entonces advertí, a través del agujero, que realmente no tenía ropa interior y pude ver adentro el pene que aquel hombre escondía bajo el overol. Cerré la puerta y no lograba quitarme de la cabeza el miembro de don Armando, por lo que planeé una masturbación memorable para esa noche, haciéndome toda clase de fantasías con él.
El famoso don Armando era un hombre de unos 50 años, moreno, algo rollizo, con el pelo entrecano. Le había dichoa mi madre que estaba casado con una señora que lo había abandonado varios años antes. Al parecer, don Armando había tenido dos hijos, uno de los cuales había muerto en su infancia y el otro se había marchado a vivir a Los Ángeles, California, donde trabajaba, había establecido su residencia y fincado su hogar.
Como a las seis de la tarde, sonó el timbre. Era nuevamente don Armando.
-¡Hola! -saludó alegremente-. Como imagino que tu madre no te dejó nada de comer, traje esto -dijo mostrando un paquete conteniendo hamburguesas y papas fritas.
- Gracias -le respondí, entre agradado y extrañado-, pero mi madre me dejó algo de dinero.
- Guárdalo para ti -dijo.
Me aparté de la puerta para franquearle la entrada e inmediatamente noté que se había cambiado de ropa y tenía puesta una camisa verde, siempre abierta hasta medio pecho, y unos pantalones negros.
Don Armando entró a la casa y se dirigió hacia el comedor, dejó el paquete sobre la mesa y volviéndose a mi, me preguntó:
- ¿Quieres cenar ya?
- Yo... en realidad creo que sería magnífico -respondí.
- Excelente -dijo con una sonrisa-. Entonces, comeremos ahora.
Me sentí un poco desconcertado, él tomó asiento y destapó el paquete y repartió su contenido.
Yo era bastante tímido entonces y, durante la cena conversamos sobre asuntos de poca trascendencia: El clima, mi madre, mis estudios, etc. Sin embargo, él fue haciendo que la charla se tornara más y más íntima. Salpicaba la plática con preguntas que denotaban el deseo de conocer más sobre mis aspectos personales. Me miró fijamente a los ojos y yo le devolví una sonrisa, sin saber qué hacer o decir. No pude sostener su mirada y bajé la vista, deteniéndome en su pecho velludo. No pude evitar pensar en lo mucho que un inexperto como yo, podría aprender de esta hombre experimentado.
- ¿Tienes novia? -me preguntó.
- No -le respondí un poco avergonzado.
- Pero sí has tenido, ¿verdad?
- No.
Me miró sorprendido:
- ¿Nunca has estado con una chica?
- No.
- O sea, que ¡aún eres virgen! -exclamó con un gesto jocoso.
Los colores se me subieron a la cara y me sentía bastante cortado.
- ¿Te gustan las chicas? -preguntó.
Sorprendido, me quedé callado un momento y, luego, respondí:
- No lo sé.
- ¿Te gustan las mujeres? -insistió.
Bajé la mirada y él cambió la pregunta:
- ¿Te gustan los hombres? -preguntó con una expresión de lascivia en su mirada.
No le respondí y me puse rojo.
- ¿Por qué te ruborizás? -preguntó. En estos tiempos, es común que haya chicos a los que le gusten otros chicos.
Bajé la vista. Sentí su mirada clavada en mí, cuando insistió con suavidad:
- ¿Te gustan los hombres?
Pensándolo ahora, no sé cómo me atreví a responderle como lo hice. Quizás fue por la confianza que me estaba inspirando o por el deseo que estaba sintiendo, pero pude contestarle:
- Sí.
Le exqpliqué que, en términos generales, las mujeres no me gustaban, y que prefería los hombres. El asintió con la cabeza. Se puso de pie y se acercó a mí. Me puso sus manos en mis hombros y comenzó a acariciarlos.
- ¿Te gustaría probar?
- Sí... -respondí tras un instante de duda.
En ese momento me miró fijamente unos instantes. Luego se puso de pie y me pidió permiso para usar el baño. Yo me quedé sentado a la mesa, pensando en lo que estaba pasando, sin saber si había hecho bien o mal en hablarle de aquella forma. Oí el sonido de sus orines cayendo en el inodoro y minutos después, escuché su voz que me llamaba.
Me acerqué al baño y él se volvió hacia mí, teniendo su verga en la mano, al tiempo que la frotaba enérgicamente. Me quedé pasmado ante aquel espectáculo, y no pude menos que experimentar una corriente de excitación.
- ¡Acercate! -ordenó el en un susurro, en tanto que yo lo miraba como embobado.
Sonrió un momento y luego preguntó:
- ¿Te gustaría tocarla?
Aquellas palabras parecieron despertarme y me acerqué a él. Extendí mi mano y tímidamente toqué su erección, dura y caliente. Don Armando sonrió complacido. Mi cuerpo vibraba de deseo y mi nerviosismo seguía creciendo por segundos.
- ¡Ven! -ordenó el con voz suave-. Frótalo.
Mientras lo tocaba, vi con detenimiento su pene duro, de unos 20 cm de largo y unos 5 cm de grueso, macizo, surcado por venas azules y coronado por una cabezota oscura.
- Creo que podré enseñarte una o dos cositas - dijo al tiempo que me tomaba de la mano con delicadeza, para ayudarme en la masturbación. Nunca había imaginado que aquello pudiera ser tan excepcional. Me sentí como en el paraíso y, atreviéndome, llevé mi mano hasta sus huevos.
Allí estaba yo tocando aquel enormes pene, algo que sólo en sueños había considerado. Don Armando hizo lo propio conmigo y tocó mis pene con sus manos, extrayéndomelo del pantalón. El mío era mucho más pequeño, comparado con el suyo, pero parecía gustarle.
La puerta lateral del baño, que comunicaba con la alcoba de mi madre, estaba abierta y, tras unos minutos, me llevó con él hasta la cama de mamá. Se bajó los pantalones y se quitó la camisa, tendiéndose desnudo en el lecho. Abrió las piernas, a manera de invitación, dejándome ver como aquel mástil se elevaba hacia el cielo. El vello cubría su pecho, su vientre y sus muslos. Ante aquello, el deseo me poseía más y más.
Me invitó a desvestirme y lo hice, subiendo a la cama, sólo con los calcetines puestos. Nos abrazamos y comenzamos a acariciarnos. Aunque nunca había tenido una aventura sexual, mis manos recorrieron ávidas el cuerpo del hombre. Le acaricié ambos pezones, los chupé largamente. Tendido él boca arriba, fui recorriendo su cuerpo con mi boca, hasta llegar a aquel poste que se elevaba en su entrepierna.
- Mámamelo -ordenó con suavidad.
Titubeé un instante y luego me decidí y me introduje su pene en la boca y comencé a besarle, lamerle y chuparle con pasión la gran verga.
El me acariciaba con sus manos el cuello, el pelo y las orejas. Yo en cambio solo quería lamer y chupar su enorme pene.
Acostados en la cama, seguimos con los juegos de besos y caricias. No hablábamos ninguno de los dos. En uno de los recorridos de sus manos sobre mi cuerpo, advertí que sus dedos se habían detenido en mi ano. Entonces, por primera vez, sentí su mano tocando la entrada de mi cueva.
Di un respingo y me susurró al oído que me metería un dedo dentro, a lo que yo accedí automáticamente, pese a sentir cierto temor. Con suavidad introdujo la cabeza de su índice y empezó un mete y saca rítmico que hacía que se estremeciera en la cama. Posó su otra mano en mi pene y, al mismo ritmo que me introducía ya dos dedos, empezó a masturbarme. A los dos minutos, entre jadeos y suspiros, no me pude contener más y tuve mi primera corrida.
En cierta forma, me sentí decepcionado. Yo esperaba que aquello durara algo más. Sin embargo, tras un momento de descanso, el voilvió a masturbarme y poco a poco me fui excitando de nuevo.
Yo volví a chuparle el pene y, tras un rato de mis caricias, el sintió la venida de su primer orgasmo. Tuvo varias convulsiones, lanzó gruesos chorros de esperma y, después de un largo gemido, quedo abatido en la cama. Me acerqué más y comenzamos a besarnos. Su boca se posaba sobre la mía, que se abrió, permitiéndole meter la lengua. Le correspondí, metiéndole la lengua hasta la garganta.
Pasados unos minutos me tumbó de espaldas y me dijo que me enseñaría lo que era un verdadero acto sexual entre hombres. Suavemente me agarró el pene y comenzó a frotarlo con energía.
Asiendo mis caderas con las manos, levantó mis piernas por encima de sus hombros Escupió en su glande y, con sus dedos, llevó saliva hasta mi culo. Comencé a decir algo, pero en ese instante él empujó su verga contra mi ano y las palabras quedaron en el olvido.
Empezó a penetrarme, con lentitud y ternura. Esperaba dolor, pero me sentí desfallecer de placer, y con mi mano toqué su pene, para apreciar que una tercera parte estaba ya adentro de mí. La cabeza de su pene estaba totalmente adentro y seguía presionando. Comenzó a moverse con un ritmo delicioso. ¡Qué gusto más grande, Dios!
Mientras me penetraba, comenzó a masturbarme con su mano. Trataba yo de prolongar el goce, pero comprendí que no iba a poder contenerme por mucho rato más. Don Armando continuaba moviéndose como un émbolo, cada vez más rápidamente y, tras unos minutos, logró tener toda su verga dentro de mí. A cada movimiento, su cara se estremecía de placer. Estaba gozando tanto como yo. Se retraía y se echaba sobre mí. Cada vez que se echaba y notaba su pene hasta el fondo de mi recto, el placer se multiplicaba. No quería que aquello acabara nunca.
Hubiera deseado prolongar aquel placer, pero nada dura para siempre. Culminé otra vez. Eyaculé, manchándole el vientre. Aquello fue el placer más grande sentido en mi corta vida. El continuó, cada vez con más fuerza y rapidez, hasta que con un gruñido bestial, me llenó el culo con su leche.
Después de desconectarnos, seguimos hablando y acariciándonos por un rato, hasta que el estuvo dispuesto a dar más guerra. Don Armando se echó de espaldas sobre la cama y me dijo que me montara en el. Me abrió de nalgas y pude sentir su pene erecto, entrando nuevamente en mi ano, ayudado por la lubricación de su última corrida. Hasta ese día nunca había conocido el sexo, ¡pero ahora sí estaba aprendiendo!
Ayudado por sus manos, subía y bajaba sobre su poste como un poseso, mientras con mi mano derecha me masturbaba enérgicamente, llevndome a prorrumpir en gritos de delirio, al tiempo que me taladraba con su tremendo instrumento.
Don Armando se remeneaba al sentir su verga dentro de mí. Brincaba en la cama y se retorcía como una serpiente. Seguí masturbándome furiosamente, hasta que tuve mi orgasmo. Pero no me detuve y continué subiendo y bajando con avidez, haciéndolo temblar y sacudirse como una hoja al viento.
El, agarrando mis nalgas y apretándome el culo, guiaba mi ritmo. Estaba en el paraíso. De pronto, sin poder contenerme, en forma jadeante, experimenté mi primer orgasmo anal y con voz trémula, grité:
- ¡Ya! ¡Yaaaa!
Al terminar el paroxismo, me desconecté y nos acostamos uno a la par del otro, con su cabeza en la almohada y mi cabeza sobre su pecho. Después de estar un rato abrazados, con nuestros cuerpos unidos, respirando agitadamente, recreándonos en el placer experimentado, me besó y, luego, abrazados, nos quedamos dormidos.
Al despertar, noté que estaba amaneciendo. Busqué a mi compañero, pero el lecho estaba vacío de su lado. Me levanté desnudo, fui al baño y tomé una ducha. Cuando salí, el ya había ordenado el desayuno.
- Come -me dijo-. Mientras tanto, yo arreglaré la alcoba de tu madre.
Mientras desayunaba, dejé divagar mi mente sobre los acontecimientos de la noche anterior y de sólo pensar en ello, me sentí excitado otra vez.
- ¡Caramba! -exclamé para mí. Había pasado la noche con el novio de mi madre y, peor aún, al pensar en el, estaba deseando hacerlo otra vez y muchas más.
Estaba terminando de comer, cuando mi madre llegó a casa. Don Armando la recibió con cordialidad y mi madre le agradeció mucho el haberse ocupado de mí.
- No tengas pena -le respondió don Armando-. En realidad, fue un placer.
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