miércoles, 19 de septiembre de 2012

Una buena mano de pintura


Necesitado de un repaso al piso, me habían recomendado unos pintores por precio, rapidez y limpieza. Eran dos tipos muy serios sin ningún atractivo físico. Siempre me lamentaba en mi interior de la mala suerte que tenía con los operarios que me venían a casa; ni siquiera me podía alegrar la vista. El día concertado llegaron ambos para iniciar el encargo, pero poco después apareció un tercero, que me presentaron como su ayudante. Era un gordito, joven aunque debía rebasar de largo los 30, muy simpático y dicharachero, en contraste con sus jefes. Yo me recluí en el despacho, que quedaría para el final, aunque daba paseos para supervisar el trabajo. Pero esas salidas se hicieron más frecuentes a partir del momento en que vi al gordito en acción. Como ropa de faena llevaba una camiseta encogida por los lavados y un pantalón de chándal muy suelto. El caso es que, cada vez que se agachaba, el pantalón se le bajaba y dejaba media raja del culo al aire. Y eso no una vez por casualidad, sino que parecía tenerlo por costumbre. Pocas veces rectificaba y cuando lo hacía tiraba para arriba del pantalón con tanta vehemencia que,  si lo veía de frente, le marcaba un buen paquete. Pero sin ajustarlo a la cintura, por lo que volvía a bajar. Al parecer sus superiores no le prestaban la menor atención a su indumentaria.

Mi interés aumentaba cuando venía a hacerme alguna consulta y, mientras hablábamos, para secarse el sudor de la cara, usaba el borde inferior de la camiseta. No muy higiénico; pero mi mirada viajaba en esos segundos desde la raíz de la polla al pecho descubierto. Vientre redondito sobre la pelambre castaña y tetitas salidas con pezones rosados entre un vello claro y suave. La naturalidad con que lo hacía todo le daba aún más morbo.

Nunca llegábamos a quedar solos en el piso, por lo que no cabía más que el recurso contemplativo. El seguía con el culo medio al aire, a veces incluso casi entero, y el secado de sudor con la camiseta. Procuraba no quitarle ojo sin que se notara demasiado, sobre todo por los jefes. Por fin éstos me dijeron que, terminado casi todo el trabajo, ellos iban a empezar con otro cliente y que el chico se encargaría de los últimos retoques, la limpieza y la colocación de los muebles. Me encantó la idea, aunque también temía la situación que se daría. Si solo había ingenuidad y desinhibición  por su parte, no quería meter la pata.

El día en que ya vino solo apareció tan sonriente y expresivo como siempre. Me dijo que iría haciendo y procuraría molestarme lo menos posible. No le contesté que él nunca molestaba, por prudencia. El primer sofoco me vino cuando, para cambiarse de ropa, en lugar de irse a la habitación donde solían hacerlo, dejó la bolsa en el pasillo y en un instante se quedó en pelotas. Lo veía de espaldas mientras se ponía el pantalón y la camiseta habituales. El reverso completo resultaba de lo más tentador. En los primeros movimientos el pantalón ya se bajó y, como esta camiseta era aún más corta, además del trozo de raja de siempre, por delante lucía desde el ombligo hasta los pelos del pubis. Buen comienzo para su trabajo en solitario.

Sin dejar de hacer sus cosas, se notaba que tenía ganas de charlar y yo le seguía la corriente impulsado por mi calentamiento. Me contó que tenía novia en el pueblo, pero que a él no le corría prisa casarse, porque quería disfrutar de la vida. Por eso prefería trabajar en la ciudad. Subido a mitad de una escalera y quitando las cintas protectoras del techo, la caída del pantalón llegó a límites alarmantes. No pude reprimirme y le dije: “Ten cuidado porque, como te baje a los tobillos, se te van a trabar y podrías caerte”. El se rió y dio un tirón para arriba marcando el paquete. Mientras el descensote la prenda se reanudaba casi al instante, me atreví a preguntarle si no le decían nada por su forma de llevar los pantalones de trabajo. Admitió que algún compañero se reía e incluso le había dado un cachete, pero que a él no le importaba. Más lanzado exclamé: “Igual hasta te gustaba”. Se sonrojó un poco y se escabulló: “Qué cosas dice usted…”.

Sin dejar la escalera, se puso a colocar los rieles de una cortina. El pantalón volvía a estar en los límites del peligro y me dispuse a ayudarlo. Apoyada la barriga descubierta en la escalera y con el culo respingón mientras ajustaba los tornillos, le iba pasando piezas con la cara a pocos centímetros de su raja. De manera incidental, dejé caer una tuerca por el canalón. Puesto que él tenía en alto las manos ocupadas, dije: “Ya la saco”, y sin más bajé el pantalón hasta la mitad de los muslos y hurgué en los pliegues de la tela hasta encontrarla. “¡Qué cosquillas!”, exclamó, y entonces me pareció lo más adecuado imitar su gesto de otras ocasiones y subirle el pantalón de un tirón. Al poco se dio la vuelta para encajar un riel y la tensión delantera del pantalón aún subido puso en evidencia el bien marcado paquete, que mi brazo no dejaba de rozar al ir pasándole los ganchos. No fue insensible al persistente contacto, ya que la polla le iba creciendo y tensando el tejido. Miró hacia abajo algo ruborizado, pero bromeó: “Vaya, nunca habría pensado que me iba a empalmar subido a una escalera”. Su aparente candidez me dejó tan perplejo que le solté tontamente: “Cómo se nota que eres joven”. Y fue acabando tranquilamente su trabajo. No sabía si estaría jugando conmigo a la provocación, pero cada vez me ponía más cachondo.

Pasamos a otra habitación –y digo pasamos porque no me separaba de él– para repasar algunos defectos de la pintura del techo. Ello hizo que le fueran cayendo encima algunas gotas y, al terminar, dijo que se las iba a limpiar antes de que se secaran. Volví a atacar y le comenté que, por ir tan destapado, le había llegado la pintura hasta la rabadilla y el ombligo. Para mi satisfacción, por lo pronto se quitó la camiseta  y fue a buscar un disolvente. Lo seguí y empezó a limpiarse los brazos con un trapo. A pesar del olor penetrante, la escena se estaba poniendo de lo más erótica. Le recordé las manchas debajo de la barriga y como ésta no le permitía mirar bien, con un dedo le señalaba los puntos y hasta bajé un poco más el pantalón rozando la base de la polla. Como me veía tan colaborador, se dio la vuelta y me pidió si podía limpiar lo que hubiera por detrás. Ahora sí que tenía libertad para inventarme manchas y dejarlo limpio como una patena. Le puse el pantalón al nivel de los muslos y me afané como si se hubiera sentado en un cubo de pintura. Su único comentario fue: “¿Tanto había?”.

Su docilidad me iba volviendo cada vez más lanzado. Así que comenté el mal olor que desprendía y le recomendé que se diera una ducha. Le ofrecí que usara la mía, que queda más abierta, y, con el pantalón totalmente bajado, se sentó sobre en váter para descordarse las zapatillas y terminar de desnudarse. Mientras, decía: “Es usted muy amable. Qué suerte que hoy estemos solos” Quedó ahí con los muslos abiertos; la polla le descansaba sobre unos contundentes huevos y mostraba una magnífica erección. Antes de levantarse me observó y dijo: “Usted también habrá cogido olor en la ropa…”, dejando en suspenso la frase. Hice ademán de olerla y empecé a quitármela, pero conservando el slip para que sujetara el empalme que  me iba y venía. Se puso de pie y se señaló los bajos: “Mire cómo he acabado poniéndome”. Casi disculpándome y cínicamente le contesté que yo tampoco era insensible a la confianza que me había demostrado. Alargó entonces una mano y palpó mi paquete. “Ya lo veo ya”, dijo apartándose tímidamente. Me comentó que desnudo se me veía algo más grueso que vestido. “¿Me lo tomo como un piropo  o como una crítica?”, respondí. Él se rió y me dio una palmada en la barriga. Creía que ya iba a entrar en la ducha, pero se detuvo y muy serio me preguntó: “¿Usted cree que tengo un buen tamaño?”. Como no cabía duda de que se refería a sus atributos, repliqué: “Ya lo quisiera para mí”. Aquello estaba a punto de convertirse en una comparación escolar, pero si él iba por ahí yo estaba dispuesto a seguirle el juego y explotarle todo el morbo. Muy pedagógicamente me bajé el slip y quedó al aire mi erección. Sujeté su polla con una mano y con la otra hice el gesto de tomarle la medida. Hice otro tanto con la mía y dicté veredicto: “La tuya es más larga y además más gorda que la mía”. Rió diciendo que había hecho trampas y lo comprobó por sí mismo con la misma maniobra. También nos manoseamos los huevos y reconoció que los suyos eran algo más gordos. De buena gana me habría lanzado ya a besarlo y sobarlo, pero me frenaba a duras penas, no sólo por el poco agradable olor a disolvente, sino porque quería que el juego se desarrollase de manera que apareciera yo como el seducido.

Así que en plan paternal le dije: “Anda y métete en la ducha, que sacaré unas toallas”. ¡Cómo lo deseaba cuando lo vi esperando que el agua alcanzara temperatura! De su polla salió entonces un potente chorro amarillo y, como no dejaba de observarlo, jugaba subiéndolo y bajándolo. Se deleitaba con el agua y se enjabonaba concienzudamente. Veía su polla resaltar entre la espuma y me lanzaba miradas como no entendiendo que yo no entrara también. Cuando ya se iba a enjuagar, me decidí por fin y le pregunté si le gustaría enjabonarme. Se echó gel en las manos y me frotó con suavidad por el pecho y la espalda. Iba a seguir más abajo, pero le ofrecí una pierna y luego otra. Agachado las frotaba y parecía que ahora dudaba en subir más de la cuenta. Como me di la vuelta, tuvo ya que ocuparse de mi culo. Casi con respeto lo friccionaba hasta adentrarse en la raja. Un dedo resbaló en mi agujero y lo apartó como asustado. “No te preocupes, todo ha de quedar limpio”. Insistió un poco más y paso una mano por la entrepierna para enjabonarme los huevos. Me giré y mi polla quedo casi a la altura de su cara. La acarició dejando libre el capullo y comentó: “Sigo pensando que la suya es más bonita”. “Anda ya…” respondí y cogí el brazo móvil de la ducha para rociarlo. La presión de agua lo hacía reír, sobre todo cuando la dirigía a su culo, que llegó a abrir con las manos, y a su polla que daba saltos. Tomó el relevo y repitió lo mismo conmigo.

Seguíamos sin pasar a mayores y retozamos como colegiales al secarnos. Los dos estábamos tomando nuestro tiempo, aunque ya percibía que le iba costando cada vez más reprimir la ansiedad. Con malicia, le pregunte si le apetecía tomar una cerveza, antes de seguir con su trabajo. Algo confuso, pues tal vez esperara ya otra cosa, asintió. Me ceñí la toalla a la cintura, me imitó y fuimos a la cocina. Mientras bebíamos le pregunté, con tono neutro, si lo estaba pasando bien. Su respuesta fue un sí y un no matizado: “Mire, a estas alturas no me avergüenza reconocer que me he acostado con algunos hombres, no muchos, siempre de mi edad o más jóvenes. Algún mayor sí que se me había insinuado, pero nunca habíamos hecho nada. Pero cuando noté cómo me miraba usted y lo amable que era conmigo, me entraron ganas de que pudiéramos estar solos. Y ya ve lo caliente que me he puesto…”. Había dado el paso y le saqué jugo: “Supongo que te resulto demasiado mayor y aunque me gustas, como bien has notado, no he querido pasar de tratarte con amabilidad y hasta jugar un poco cuando se ha presentado la ocasión”. Su mirada era casi suplicante: “Pero he disfrutado muchísimo y me he encontrado muy bien en sus manos. Me sabría mal que me rechazara por ser tan joven”. Le cogí las manos por encima de la mesa: “De rechazo nada, solo que no quería que pensaras que me aprovecho de ti al estar solos en casa”. “¿Entonces no le importará que lo abrace?”. Nos pusimos en pie y empezamos a abrazarnos y besarnos, primero con cierta timidez y luego apasionadamente. Nuestra excitación había revivido y las toallas cayeron al suelo.



Aliviado de la tensión, me ofrecía su cuerpo con alegría. Por fin podía saborear sus jugosos pezones y restregarme contra su barriga, sintiendo el cosquilleo de su polla. Se arrodilló y me hizo la primera mamada. “¡Qué rica!”, decía. Lo levanté y, abrazados, lo dirigí hacia la cama. Lo empujé sobre ella y quedó despatarrado con las rodillas subidas. “¿Seguro que es lo que quieres?”, previne. “Sí, sí”, balbució. Le caí encima y nos revolcamos hasta que le separé los muslos y me encaré con su polla. Lamí el capullo y exclamó: “¡Déle fuerte!”. Me interrumpí y le advertí: “Como siguas tratándome de usted se me van a ir las fuerzas”. “Veré si me sale…”, musitó. “Te ha de salir eso y la calentura que llevas dentro”, sentencié. Le chupé con energía y le apretaba los huevos; él bufaba y pataleaba. “Creo que me voy a ir, lo siento”, y con grandes espasmos soltó un chorro que le llegó hasta la barbilla. Lo tranquilicé: “No te preocupes, es que habías aguantado mucho”. Estuve un rato acariciándolo y limpiándole la leche que se le iba extendiendo por el pecho. Buscó mi boca y me besaba con dulzura; mientras, con una mano, tanteaba mi polla como si temiera que hubiera perdido interés. Fue resbalando hasta metérsela en la boca. La chupaba goloso y me lamía los huevos. Me hizo girar para disfrutar de mi culo, repasándolo con la lengua y buscando la raja; la abría con las manos y trataba de llegar a lo más hondo. Me estaba dando un gusto tremendo, pero me di la vuelta y él se sentó sobre mis muslos, restregando mi polla por su raja. “¿Tiene, perdón, tienes una goma? Quisiera probar”. Mientras me la ponía, le pedí que levantara el culo y se lo unté de crema. Ya listo se sentó encima, tanteó y empezó a apretar. “¡Uy, uy!” iba diciendo, y luego: “Ya entró”. Se movía con precaución, pero la estrechez de su conducto me producía una frotación muy placentera. Me eché hacia delante para sujetarlo y mis manos tropezaron con su polla, que volvía a estar tiesa. Hice que se pusiera a cuatro patas y volví a encularlo, masturbándolo a la vez. En el momento en que sentí que me vaciaba, mi mano notó a la vez la viscosidad de su leche. Caímos derrengados y exclamó: “¡Vaya polvo!”. Repliqué: “¿Has mejorado tu opinión sobre los mayores?”. “No es que no me gustaran, pero les tenía respeto”. “Pues menuda desvergüenza has tenido conmigo…”. “Es que me lo ha, perdón, me lo has puesto a huevo”.

El trabajo de aquel día, lógicamente, dejó bastante que desear. Tal vez por eso no volvió él solo a rematarlo, sino acompañado por uno de sus sosos y eficientes jefes.



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