lunes, 24 de septiembre de 2012
El taxista sofocado
En pleno verano, tenía que llevar unos paquetes algo pesados a una población cercana tras las montañas que rodean la ciudad. Decidí coger un taxi, con la esperanza adicional de que su conductor tuviera una apariencia grata a la vista al menos, aunque no solía tener suerte en la ruleta. Me aposté en un chaflán y, pese al calor reinante, para tantear las posibilidades, dejé pasar unos cuantos que iban libres. Pero al fin se detuvo en el semáforo un vehículo algo antiguo, pero que, al estar parado, me permitió apreciar la buena catadura del taxista. Cercano a la cincuentena, algo calvo y con barba de días, su barriga casi tocaba el volante. La camisa clara, con manchas de transpiración, dejaba entrever el vello del pecho y sus mangas cortas, y aún remangadas, mostraban unos brazos sólidos y peludos. No lo quise dejar perder y él, solícito, se bajó para ayudarme con los paquetes. Sugirió que me sentara delante y que pusiéramos los bultos en el asiento trasero, ya que el maletero lo tenía un poco desordenado. La idea me pareció de perlas por la cercanía que permitía y mi interés aumentó cuando, al irse inclinando para colocar bien la carga, el pantalón se le bajaba y dejaba ver el canalillo del culo, lo que siempre me produce una gran excitación.
Pronto salimos de la zona urbana y nos adentramos en la carretera que entre pinares alcanza la montaña. Íbamos silenciosos, pero no dejaba de captar sus movimientos. Nuestros brazos desnudos se tocaban con frecuencia y, como yo llevaba pantalones cortos, en los cambios de marcha, se escapaba algún roce a mi muslo. Mis fantasías calenturientas me lo hacía ver en distintas poses tentadoras.
Pero de la fantasía se fue pasando a unas realidades de lo más curiosas. Precisamente el observar mis pantalones cortos, le dio pie para la siguiente propuesta inesperada: “Estos tejanos me están haciendo rozaduras. Como tenemos un buen trecho y el sol nos da de pleno, si no le importa, pararé un momento para ponerme más cómodo”. Cómo me iba a importar… Así que detuvo el coche en un recodo y, como primera sorpresa, se puso a orinar tapándose con la puerta, pero siendo perfectamente visible desde el interior. Comentó tan tranquilo: “De paso también me alivio”.
A continuación se sacó los tejanos y, en la maniobra, volvió a presentarme una muestra, esta vez más acusada, de la raja del culo. Subiendo algo el talle, se quedó con algo menos que un pantalón de deporte y algo más que un slip. Ni que decir tiene que su desparpajo me estaba poniendo al borde de una taquicardia.
Volvió a sentarse en el coche de esa guisa y con la camisa bien abierta, y su delantera me dejó noqueado. Los roces de piernas eran además ahora más electrizantes, sobre todo porque parecía buscarlos… o al menos eso quería creer yo.
Me removía inquieto en el asiento y me inclinaba hacia delante como interesado en el salpicadero para mejorar mi visión. Y ésta se veía recompensada al captar que por la entrepierna del hombretón asomaba una puntita muy indiscreta. Me sujetaba las manos para no lanzarlas a hurgar en lo que habría a continuación, que no dejaba de imaginar.
Ya me parecía que no tenía sentido quedarme en una excitación pasiva ante tanta provocación y me disponía a pasar a la acción y meterle mano, cuando el coche empezó a dar tirones y a soltar humo por el capó. El chofer maldiciendo paró el motor y, gracias a que la carretera hacía un poco de pendiente, pudo desplazar el vehículo hasta un recodo entre los pinos. Yo, que me había llegado a calentar más que el coche, con este contratiempo veía mi gozo en un pozo. En otras circunstancias me habría contrariado tanto o más que el taxista, pero, con la grata compañía que éste me había deparado hasta el momento, me esforcé en compensarlo tratando de tranquilizarlo. No obstante, él se mostraba muy nervioso y apurado. Tal vez también hubiese deseado que el desvío se debiera a intenciones más lúdicas que ponerse a hacer de mecánico. Pese a mi ignorancia absoluta en la materia, me ofrecí a ayudarle cuanto pudiera y no tardé en recibir cierta consolación al menos visual.
Sudoroso, volvió a ponerse los tejanos pero se quitó la camisa, que no quería ensuciar. Abrió el capó y me pidió que me apartara para evitar el vapor. Luego se inclinó hacia el motor para manipular y tuve el obsequio de un generoso deslizamiento de los pantalones.
Las maldiciones se multiplicaron y, farfullando en un argot de mecánica incomprensible para mí, fue a buscar algunas herramientas y una manta al maletero. La extendió entre las ruedas y se arrastró sobre ella. Estuvo un rato trajinando hasta que le oí decir con tono aliviado que la cosa era menos complicada de lo que temía, pero que, ya que estaba ahí, debería hacer algunos ajustes, para lo que me agradecería le fuera alargando lo que me pidiera.
Y como los milagros tienen lugar en las circunstancias más insólitas, los movimientos que realizó a continuación activaron de nuevo el aguijón de deseo. Resulta que, boca arriba como estaba, el pantalón se le llegó a deslizar hasta tal punto que fue dejando al descubierto el pito y los huevos.
Era alucinante ver cómo se balanceaba la polla a cada meneo de su afortunado poseedor. Para mayor sofoco por mi parte, cada vez que estiraba el brazo para alargarle una herramienta, rozaba esa preciosidad. Al principio con precaución, pero luego, al notar que no era insensible a mi contacto, con mayor ahínco. Por fin, con un fuerte resoplido, comunicó que aquello estaba listo. Pero quedó despatarrado con la polla bien tiesa.
Ésta era la mía y no pude más que lanzarme a chupársela ansiosamente. Su reacción fue tensar los muslos y dar suaves resoplidos, hasta que desde los bajos del coche dijo: “Vaya. Temí que con el incidente el plan se nos fuera al garete. Pero ahora eso está mejor. Aunque me deberías ayudar a salir y lo haremos más cómodos”. Estiré como pude, con pérdida completa de sus pantalones, e irrumpió él divertido enredado en la manta.
Lo primero que hizo fue besarme metiendo la lengua y mordisqueando los labios, mientras yo me dejaba quitar mi escueta vestimenta. Desnudos como faunos, me arrastró más al interior del follaje y, tras levantar una pierna sobre un tronco, me cogió la cabeza y la llevó a sus bajos. “Continúa lo que habías empezado, que me estaba dando mucho gusto”, dijo, y yo obedecí con deleite, lamiendo y chupando todo lo que estaba al alcance de mi boca. Cómo disfrutaba con aquellos atributos tan espléndidos, y el goce de él no era menor, jaleándome y embistiéndome con impulsos de su culo.
Cuando creí que estaba a punto de correrse, dijo: “Para, que ahora te voy a comer a ti”. Cambiamos de posición y me hizo una mamada insuperable. Pero se sacó mi polla de su boca y la señaló: “Ya que está a punto de caramelo, me gustaría que me follaras. Es lo que mejor me va a relajar después de tanto sofoco”. Enrolló la manta, la puso sobre un tronco volcado y se apoyó de codos presentándome el culo. Y ahí me afané yo, dale que te pego, con unas arremetidas que lo hacían resoplar. Notaba cómo él se la iba meneando, hasta que profirió una imprecación a la divinidad y fue parando su movimiento manual. Entonces me salí de su culo y derramé mi leche sobre su espalda peluda.
Nos adentramos un poco más en el bosque, comentando jocosos los avatares del mediado viaje y, por suerte, llegamos hasta la parte trasera de una casa, al parecer sin moradores, con una boca de riego y una manguera, que nos permitió una fresca y relajante ducha.
Yo ya estaba necesitado de llegar a mi destino y, afortunadamente, el taxi circuló sin más problema. En poco tiempo llegamos ante la casa a la que iba en una calle desierta a esa hora. Me ayudó con los paquetes y hubimos de despedirnos. Por desgracia, al tratarse de casa ajena, no me era posible invitarlo a un segundo revolcón. Sin embargo, al mirar por una ventana, aún pude verlo apoyado en un buzón junto al taxi en una actitud propia de su estilo provocador.
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