viernes, 21 de septiembre de 2012
Aire acondicionado y algo más…
Los antecedentes de este relato se remontan al invierno en que tuve que cambiar el aparato de aire acondicionado de mi piso. El jefe de los operarios era un tipo de mediana edad robusto y regordete, de expresión risueña y sonrisa socarrona, con un tono de voz muy sonoro y cálido. Todo ello lo rodeaba de un cierto morbo y, cuando lo veía estirado manipulando en el falso techo, de buena gana le habría dado un repaso al paquete. Aunque le gustaba entretenerse conmigo, explicando detalles técnicos e incluso, algunas veces, familiares, nunca se me pasó por la cabeza que sus deferencias pudieran ir más allá.
A comienzos del verano, ya caluroso, estábamos tú y yo de sobremesa en el sofá, medio desnudos porque habíamos comenzado los preliminares que tanto nos entonan. En esas nos sorprendió el interfono y, tras dudar si contestar, me decidí a averiguar de qué se trataba. Era el individuo en cuestión quien, según me explicó, pasaba por aquí y se le ocurrió comprobar si el aparato funcionaba correctamente en verano, además de traerme un presupuesto sobre persianas automáticas que le había encargado, del que casi no me acordaba. Me supo mal despacharlo con una excusa y lo dejé subir.
Rápidamente nos pusimos camisetas y pantalones cortos de chándal. Le abrí la puerta y pude percibir que el cambio de estación lo favorecía. Antes siempre lo había visto con ropa de más abrigo, pero ahora, el pantalón claro y la camisa bastante abierta mostraban mejor su apetitoso aspecto. No se inmutó por verme acompañado y te presenté como un amigo. Me propuso que, incluso para reponerse del calor exterior, primero miráramos la documentación que traía. Nos sentamos los dos en el sofá y extendió los papeles sobre la mesa de centro. Aunque tú te habías retirado a la cocina (oí como te servías otra copa), te llamé porque entiendes mejor de esas materias. Así que te sentaste en una butaca delante de nosotros. Pero resulta que el pantalón no te ajustaba demasiado y, en la posición que habías adoptado para mirar los papeles, empezó a asomar por la pernera primero un huevo y luego la punta de la polla. Al sujeto, mientras se explicaba, se le iban continuamente los ojos hacia tu entrepierna y tú mostrabas interés en sus palabras como si no te hubieras dado cuenta de nada. Pero yo sabía que eras plenamente consciente y que te gustan las provocaciones. Dado el nerviosismo que denotaba el hombre, lo que antes me había parecido tan improbable iba tomando otro cariz, y tú habías soltado la liebre. Para contribuir al acoso, empecé a rozar al descuido mi pierna con la suya, y no lo rehuía. Incluso, en un gesto incontrolado, se echó hacia delante como buscando un dato al tiempo que se apoyaba en mi rodilla desnuda y miraba más de cerca lo que tú seguías mostrando. De repente te pusiste de pie y recolocándote ostentosamente el calzón te apartaste para coger la copa que habías dejado en otra mesa. Aliviado momentáneamente de la tensión, el experto llegó a la conclusión de que mejor me dejaba la documentación y ya le diría algo. Hasta me dio unos cachetitos en el muslo antes de levantarnos.
La cuestión ahora era saber si, desbordado por una situación inesperada, olvidaba el otro motivo de su visita y daba ésta por concluida, o por el contrario, desde la sorpresa inicial quedaba atrapado por el morbo de la aventura. Titubeó unos instantes, pero al vernos expectantes, se puso ya a revisar el termostato. Instintivamente se llevó la mano libre a la bragueta como comprobando los efectos de la excitación. Al dirigirlo solícitos al baño en cuyo falso techo se encuentra la maquinaria, intercambiamos una mirada de complicidad: estábamos dispuestos a alargar lo más posible lo equívoco de la situación, no sólo como sano divertimiento sino también por lo arduo del proceso de maduración. A partir de ahí, efectivamente, incrementamos las provocaciones, aunque algunas casualidades no dejaron de contribuir a amenizar la función.
Nos pidió una escalera de mano y que apartáramos los objetos que pudieran estropearse. Ese baño es pequeño, lo que se prestaba a más roces si tratábamos de movernos en él los tres. Sin duda por efecto de los nervios, solicitó permiso para usar el váter. Intimidado, no se atrevió a cerrar la puerta, así que seguimos sacando las alfombrillas y descolgando la cortina del baño. No sólo lo íbamos rozando mientras meaba, sino que, al ser de espejo la pared del fondo, veíamos su polla soltando un potente chorro; la sacudió y la secó con un trozo de papel, claramente ruborizado. Nunca sabremos si convirtió deliberadamente la revisión rutinaria en un proceso mucho más complicado, pero es evidente que le sirvió para asimilar la situación. Se disculpó por no haber traído un ayudante y por eso iba a necesitar colaboración. Muy gustosos se la ofrecimos y empecé sujetando la escalera para que, con un pie en ella y otro en el borde de la bañera, fuera quitando tablas del techo. La visión era muy diferente de las invernales. Con los brazos en alto, el pantalón se le iba bajando y la camisa subiendo, lo que hacía visible su redonda y peluda barriga y, al girarse, el inicio de la raja.
Tú, apoyado en la puerta, sonreías con ganas intervenir. No tuviste que esperar, pues dijo que tenía que sacar una bandeja conectada a unos tubos de los que tenía que ir tirando y necesitaba que se la sujetaran en alto y sin volcar, por si contenía agua, hasta que pudiera apoyarla en el lavabo. Te ofreciste y brazos en lato recibiste la bandeja. Pero aflojada la cintura de tu pantalón, éstos te cayeron hasta los pies. No pude reprimir una carcajada al verte así y no hice nada por ayudarte. El otro, desde arriba, no se había percatado, pero cuando bajó para decirte que ya podías soltar la bandeja, se encontró casi en los morros con tu desnudez. Le salió una risita nerviosa y cogió la bandeja, sin apartar la vista de tus atributos, que no te preocupaste de volver a cubrir. Tan tembloroso estaba que derramó parte del agua en tu camiseta. Disculpándose dijo que necesitaba unas cosas de la bolsa que había dejado en la entrada. Nos desahogamos riendo en voz baja y me recriminaste que te dejara todo el trabajo sucio; pero me estaba divirtiendo como un loco y no tenía prisa en destaparme.
El caso es que, cuando volvió el interfecto, te encontró sentado en el váter ya en pelota picada y secándote el capullo con un papel. Dijiste muy serio que, tras tantos accidentes, preferías quedarse así y que esperabas que a él no le importara. Soltó un “mmmmm” que se podía traducir por “todo lo contrario”, y completó con voz temblorosa “estamos en verano”. Te levantaste, soltaste el agua de la cisterna enseñándole de paso el culo y te pusiste a observar su trabajo. Tan alterado estaba que, al abrir el grifo del lavabo para lavar la bandeja, se le fue la mano y el agua rebotó dándome de lleno. Rápidamente cogió una toalla y se puso a secarme, pero aproveché para bajarme el pantalón y quitarme la camiseta. Siguió secando mi cuerpo ya desnudo hasta que se dio cuenta de que pisaba terreno resbaloso. Me pasó la toalla y volvió a sus trabajos, como si no fuera real la presencia de dos tíos en cueros, replicados para más regodeo por el espejo.
Una vez lavada la bandeja, le echó un líquido alquitranoso y explicó que se iría solidificando. A continuación, nosotros dos sujetamos en alto la bandeja, mientras que él, sentado en el borde de la bañera, ajustaba los tubos. Debió ser una tortura trabajar así, con dos pollas y sus correspondientes huevos a pocos centímetros de su cara, aunque se permitió algún roce incidental con el codo. Miré de reojo y vi que tu aparato, siempre tan sensible, había engordado considerablemente. Con un irreprimible resoplido, dio por terminado el ajuste y ahora tocaba la operación inversa. Volvimos a tomar posiciones, yo sujetando la escalera y tú alargándole la bandeja, pero con la diferencia de que estábamos desinhibidamente desnudos. El tesón de nuestra presa en no darse por aludido estaba resultando admirable.
Otro incidente casual volvió de nuevo en nuestra ayuda, pues cuando estaba colocando la bandeja en su sitio, se volcó ligeramente, pero lo suficiente para derramar una pequeña parte del contenido sobre él. Casi desesperado, no pudo hacer sino completar el ajuste de la bandeja y aclarar que no haría falta añadir más líquido, mientras éste, negruzco y viscoso, le resbalaba por camisa y pantalón. No quiso bajar hasta haber dejado listo el techo. Yo seguí sujetando y tú le ibas pasando las tablas, pero también, con un celo digno de mejor causa, mientras las ajustaba le ibas desabrochando la camisa y el pantalón manchados. Cuando por fin bajó ambas prendas fueron a parar a la bañera. Quedó con unos calzoncillos a topos rojos (típico regalo gracioso de la mujer o la hija y que, pensaría, en mala hora se le ocurrió ponerse ese día) y tan avergonzado se sintió que se los quitó y los juntó con la otra ropa. Lo tranquilizamos y ofrecimos dejarle ropa limpia, pero sin dejar de disfrutar de su desnudez completa: recio y peludo, aunque no demasiado, fuertes extremidades, buenas tetas y culo generoso; el bien amueblado bajo vientre, pese a estar ahora encogido por el sofoco, no dejaba de prometer una magnífica funcionalidad.
Pareció relajarse al verse en igualdad de condiciones y le sugerimos que se duchara antes de que el líquido se volviera más pegajoso. La cortina del baño estaba quitada, pero a ninguno se le ocurrió volver a colocarla y él ya no mostraba ningún embarazo por nuestra presencia. Así que seguimos dándole conversación mientras procedía dentro del baño. Primero enjuagó cuidadosamente la ropa manchada y al agacharse no tenía reparo en mostrar su culo tan apetitoso. La charla se extinguió mientras se remojaba y enjabonaba. Miré tu polla y estaba descaradamente tiesa; la mía no tardo en ponerse igual. Pero seguimos impasibles a la espera de alguna reacción por su parte. No se hizo esperar, pues a la vez que su mirada dejaba de ser oblicua y nerviosa y se percibía directa y ansiosa, a través de la espuma su polla también iba creciendo. Ya enjuagado, su erección era rotunda y siguió en la bañera sin saber qué hacer. Se notaba que ardía de deseo, pero ignoraba los pasos a seguir.
Me decidí, cogí su polla y la llevé a mi boca; primero la besaba y lamía el capullo, luego la fui engullendo. Se dejaba hacer complacido y te hizo un gesto para que te acercaras. Te cogió la polla y la acariciaba y sopesaba como admirado. Debió temer que el placer que estaba sintiendo lo dejara en mal lugar, pues se salió suavemente de mi boca, que tan a gusto chupaba, y se arrodilló en la bañera. Miró con deleite las dos piezas que tomaba en sus manos e hizo que nos juntáramos lo más posible. Primero restregó su cara con ellas y luego las acarició con la lengua. Le costaba decidirse a metérselas en la boca, pero por fin se animó a hacerlo con una y con otra. Lentamente y abriéndola mucho al principio, más a fondo y apretando los labios después. Fue cogiendo ritmo e iba alternado, hasta que paró y preguntó si lo hacía bien. No mentí al contestarle que nunca un principiante había progresado tan rápido. Río al oír que lo catalogaba así, pues era totalmente cierto.
Tú debías tener ganas de dar por superada fase tan idílica, así que propusiste que abandonáramos las humedades y pasáramos a un sitio más cómodo. Al entrar al dormitorio noté que el novato volvía a dar muestras de inquietud, como si se preguntará cuál seria el siguiente paso. Mientras nos tumbábamos en la cama dejándolo a él en medio, pidió que le permitiéramos explicar lo que ese día estaba sintiendo y su desconcierto inicial. En pocas palabras dijo que nunca había estado antes con un hombre y ni siquiera había pensado que eso le pudiera ocurrir. Aunque alguna vez había sentido una especial simpatía –y me dirigió una significativa mirada– jamás lo relacionó con el sexo. Hoy había venido pues sin ninguna intención, pero las señales sexuales que iba captando, tan contundentes ellas, lo habían sumido en una gran confusión. Así se debatía entre zafarse mediante la huída –educada, eso sí– o dejarse llevar por esas señales hasta ver a dónde conducían. Y ya teníamos el resultado, que no dejaba de sorprenderle. Sorpresa aún más grande porque se le podía aplicar el dicho “si no quieres chocolate, dos tazas”. Rió distendido y se puso a nuestra disposición para que lo pusiéramos al día. Y no es que sólo hubiera hablado, pues entretanto nos acariciaba y jugaba con nuestras pollas, como niño con zapatos nuevos.
Como en premio a su sinceridad, nos echamos sobre él y empezamos a comérnoslo. La verdad es que todo su cuerpo resultaba apetitoso. El combinado de succiones de las tetas y chupada de polla hacía que resoplara y casi pataleara de gusto. Le dábamos la vuelta y mientras tú lo ponías a mamártela, yo disfrutaba mordisqueando y lamiendo culo tan hermoso. Entonces te tumbaste boca abajo, pero este gesto tan claro para mí no fue aún bien captado por el converso. Se restregó sobre tu espalda y al resbalar su polla por tus muslos y tu culo te meneabas provocadoramente. Decidí intervenir. De un frasco de lubricante eché un chorro en tu raja ante la curiosidad del espectador y, mientras te untaba el agujero, le chupé bien la verga. Después cogí un condón y se lo calcé amorosamente. Él ya captaba el mensaje pero vacilaba ante un territorio desconocido. Con las dos manos te abrí la raja y le mostré el agujero jugoso y brillante. Con timidez fue acercando el capullo y te tanteó. Al notar el roce alzaste un poco la grupa y ya él se decidió. La polla era gorda y no entraba a la primera. Volvió a probar y ya dio en la diana. Fue empujando y llegó a estar toda dentro. Más suelto empezó a bombear y lo animabas a no parar. Doblaste las piernas por las rodillas para que la penetración fuera más intensa. Él estaba tan excitado y tan deseoso de complacernos que, girando la cabeza, me pidió que le acercara mi polla a su boca. Así follaba, resoplaba y mamaba… todo un encanto; y tú aullabas de placer y te quejabas de dolor. Casi disculpándose avisó de que se corría y, tras varios espasmos, se desplomó sobre ti. Yo me había excitado tanto que anuncié que no resistía más. Él entonces se puso boca arriba y me pidió que me sentara en su barriga, porque quería un primer plano de mi corrida, ya que las únicas que había visto eras las suyas. Dos o tres pasadas más y la leche le cayó sobre el pecho; se la restregó con una mano satisfecho al tiempo que con la otra me recogía los restos.
Tú, aunque relajado con la follada, todavía seguías entero, lo que no escapó al diligente aprendiz. Se puso pues a chuparte la polla con gran afición, ya que la tragaba hasta la garganta. Se detuvo sin embargo y observándotela como si le estuviera tomando medidas, dejó caer la pregunta de si no sería más completa la experiencia probando también por su parte de atrás. Lo animé, sabiendo lo que eso te gustaría, porque con probar no se perdía nada. Dócil me pidió que lo preparara como había hecho contigo. Así que me presento el culo y le apliqué el lubricante. Con mucho cuidado fui tanteando el agujero y el dedo iba entrando poco a poco y cada vez con menos dificultad. No se quejaba y acabé dejándolo bien untado. Le dije que fuera él quien te preparara la polla y obediente volvió a chupártela, ahora con menos vehemencia, y cuando la encontró en el máximo de dureza le puso el condón que le ofrecí. Tú te dejabas hacer con gusto, aunque también con cierta impaciencia. No obstante le aconsejé que se sentara encima primero para comprobar sus capacidades. Así lo hizo, con cierto temor, y orientó con una mano tu polla hacia su agujero lubricado. Hizo fuerza hacia abajo y su gesto de dolor por un lado y tu suspiro por otro indicaron que la cosa podía funcionar. Porque no se quitó, sino que fue aumentando los saltos y disminuyendo los gemidos, hasta quedar ya claro que habías hecho el recorrido completo. Superada la prueba, decidiste actuar más a tu gusto. Lo hiciste tender boca abajo y te echaste encima. Tu polla buscó el orificio ya probado y se clavó de golpe. Él se encogió con un lamento, pero te pidió que la dejaras quieta allí dentro para adaptarse. Así lo hiciste y, cuando notaste la distensión, te lanzaste a follar cada vez con más fuerza. Las quejas iniciales de él se fueron convirtiendo en gemidos de placer. A tu vez resoplabas y daba gusto ver los músculos de tu culo tensarse con los esfuerzos. Te detuviste e intuí que dejabas fluir la leche.
Tuve la curiosidad de comprobar el estado del desvirgado y lo vi con los ojos cerrados y una sonrisa beatífica. De nuevo estábamos los tres relajados y tendidos en la cama y el que había superado todas las pruebas hizo la siguiente reflexión: “Lo que me hubiese perdido si llego a largarme, aunque me disteis un susto de muerte. Me ha encantado dar por el culo, pero tomar ha sido una experiencia que no podía ni imaginar”.
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